Venancio Sánchez Marín (1921-1995) y la crítica de arte.
Crónica de Madrid
Goya. Revista de arte. Nº 29, marzo-abril de1959.
Crónica de Madrid por Venancio Sánchez Marín.
Ortega Muñoz.
Si buscáramos uno de los posibles puntos de partida de la pintura de Ortega Muñoz posiblemente lo encontraríamos en las proximidades del descubrimiento que del paisaje español realizó la generación literaria del 98. Hay un trasfondo veraz, ascético y entrañablemente sentido en estas tierras de surcos paralelos, curvos caminos y cercas de piedra que nos recuerdan la forma de ver los campos, con pasión apoyada en la bella y dura realidad, que tuvieron Unamuno o Azorín.
Pero esa concepción del paisaje se encuentra en la pintura de Ortega Moños alejada, superada en el tiempo, trascendida hacia un destino poético e imaginativo, que, sin embargo, no arranca de la tierra su raíz honda y desnuda. Por eso nadie puede dudar del realismo fundamental de los lienzos ahora exhibidos por este artista en la Sala de la Dirección General de Bellas Artes. Y por eso se encuentra en ellos una faz nueva, una expresión peculiar de esto campos de Extremadura, de Castilla o de La Rioja que va más lejos en la adivinación que en la seca evidencia. En los cuadros exhibidos, que insisten en las franjas, rayadas como pieles extendidas o punteadas por el quietismo múltiple, monótono y espaciado de las gavillas, las piedras y los troncos, se aprecia cierta salida más allá de sus extremeñas cercas de piedra que le han hecho famoso. Era natural que Ortega Muñoz, sin abandonar lo esencial de su concepto pictórico, lo que constituye los estratos firmes de su personalidad, echara a andar ampliando el horizonte circundante, aventurando el color y la característica disposición de sus líneas de contraste alterno claro y oscuro por síntesis de arriesgada superación. Era natural, pero resulta admirable asistir al espectáculo de una madurez pictórica que evoluciona con riesgo, manteniéndose fiel a todos sus hallazgos anteriores. Aquí, en estos cuadros, puede apreciarse cómo la maestría y el justo sentido de un gran pintor elimina de la aventura todo peligro innecesario. Y cómo, también, puede llevarse el realismo íntimo del paisaje hasta límites precisos, traspasados los cuales la abstracción los purificaría con exceso.
Pablo Serrano.
Hay artistas cuya inquietud les impide detenerse a consolidar sus conquistas; tienen espíritu de descubridores, no de colonizadores del arte. No hay que decir siquiera que nuestra simpatía está al lado de ellos por cuanto tiene su obra de hermosa aventura, de arriesgada exploración. Pablo Serrano, escultor excepcional cuyo prestigio le viene de lejos, de antes de su Gran Premio de la Bienal Hispanoamericana de Arte, pertenece a esa raza de artistas que podrían vivir magníficamente de las rentas de lo ya conseguido y dominado –en su caso, un figurativismo de singular fuerza objetiva-, pero que prefieren dar el salto a lo desconocido, jugándoselo todo a la emoción de cada nuevo descubrimiento estético. Au reciente exposición en la Sala Neblí marca una experiencia de notable alcance hacia las formas más ingrávidas, más liberadas de materia. Rítmicas líneas de alambre, sostenidas en el aire por un malabarismo prodigioso, recortan, rompen o cierran espacios que se nos figuran tan inconmesurables como los astronómicos o tan misteriosos como los del corazón de los átomos. Sobre las cabezas de los visitantes, sus “móviles”, como ovillos diáfanos, cierran una intuición sideral, algo así como el grafismo airoso y artístico de una moderna teoría científica de los grandes espacios. Ha instalado Pablo Serrano sus obras con sumo acierto en las proporciones de esa sala, precediéndolas de dibujos –uno de ellos fotografiado y ampliado para que pueda seguirse la proyección de sus puntos en huida que engendran líneas que se prolongan sin fin como con apetencia de infinito-. Bajo estos “móviles” ingrávidos, en los que el artista parece entregarse al difícil juego de ponerle anillos a la nada, tal vez como contraste, como inteligente oposición, ha instalado otras obras de mayor peso específico, más próximas al dramatismo de hirientes clavos de algunas de sus anteriores esculturas. Son zarzas de hierro que surgen a los pies de los visitantes, que amenazan clavarles sus espinas recortadas por los dientes ardientes de la autógena. Y junto a estas zarzas férreas, en las que la aparente confusión se ordena en sorprendentes explosiones, aún hay otras obras de aliento más trágico. Grandes restos de materia, planchas de hierro oxidado se levantan imponiendo la advertencia de no se sabe qué espantable riesgo catastrófico.
José María de Labra.
También la Sala Neblí ha sido el lugar elegido por el pintor José María de Labra para exhibir sus más recientes cuadros. Labra, uno de los artistas de hoy que ha tocado con más delicado tino la temática religiosa –recordamos su resonante triunfo en la Exposición de Arte Sacro de Salzburgo-, se ha entregado ahora a un aformalismo que tiene características de riguroso ejercicio espiritual de depuración. Toda la obra anterior de Labra, hecha abstracción, se encuentra presente en estos cuadros actuales, donde se ofrece en más exacta pureza.. Pintura conceptual, a la que no mueve ningún arrebato mantiene vigente una secreta, casi imperceptible palpitación de limpidez poética que la acerca, la confunde con sus anteriores cuadros figurativos, Podría decirse que el quiebro de la línea y el valor del color se identifican unos en otros. Pero en estos últimos lienzos se hallan congelados en esa pureza de mayor trascendencia intelectual que sensible. La lucidez precisa de los contrastes del negro y del blanco, nítidamente destacados, sobresalta los grises, pero no los conmueve. En cada cuadro hay varios témpanos o bloque de perfiles definidos por la claridad mental, a los que aglutina un orden indestructible. Labra, como Moreno Galván afirma, es el orden, incluso a su pesar. Un imperativo de precisión y claridad pugna por desgarrar en ellos las veladuras de un misterio, que, no obstante, mantiene intacta, como siempre en el arte, la oposición de su última y maravillosa resistencia.
Ortega Muñoz.
Venancio Blanco.
Pintura alemana contemporánea.
Un importante conjunto de obras de arte moderno alemán, pertenecientes a la colección de Hanna Becker von Rath, han sido expuestas en el Ateneo, en la sala de la calle de Santa Catalina y en la de la calle del Prado. Al partir –no por gala, sino por necesidades de la instalación- en dos tan numeroso conjunto de cuadros se nos ha ofrecido una visión menos impresionante de un arte cuya influencia en toda Europa se hace en los últimos tiempos cada vez más notoria y decisiva. El triunfo del expresionismo alemán, asimilado y aireado por parís, es posiblemente el fenómeno artístico más importante de las últimas décadas. A pesar de que sus radiaciones han traspasado la obra de muchos pintores españoles, no e ha aclarado todavía su alcance y trascendencia entre nosotros. Lo que en un artista alemán obedece, sin duda, a obscuras razones de tradición y temperamento –aunque el expresionismo sea un “ismo” de cuño reciente no lo es como fundamento de la pintura alemana y tiene resonancias ya en Cranach y Grünewald-, en los artistas de otros lugares puede no pasar de inteligente mixtificación. Decimos esto porque de la contemplación de estas pinturas nos queda un regusto de asombrosa espontaneidad que no hemos advertido en las versiones que del expresionismo se han dado en otros puntos geográficos. En estas pinturas la mente creadora procede con cierto hábito, con cierta espantable naturalidad, mientras el alma grita, deformados, sus secretos. O sea, casi lo mismo que en aquellos otros artistas de París o del mundo que han fundado una estética con estos sentimientos puramente germanos, sólo que al revés.
En la magnífica colección de Hanna Becker von Rath –documento de primera mano y de incalculable valor para el estudio del moderno arte alemán- hay de todo, incluso, si nos atreviéramos a decirlo, cuadros malos. Lo que no hay es cuadros vulgares. Abarca desde el figurativismo definido de Emil Nolde hasta la abstracción indefinible de wilhem Wessel. No era de esperar que en una colección de esta índole todos los cuadros fueran de primera magnitud, pero defrauda un poco que los nombres sonoros se hallen un tanto tímidamente representados. Marc Chagall comparece con dos grabados acuarelados; Kandinsky, con un par de litografías; Paul Klee, con un dibujo a pluma y una acuarela, Bosque de pinos, sumamente acertada y expresiva solución, y Oskar Kokoschka, con un autorretrato a la cera, una litografía y un cartel. Si tuviéramos que escoger dos obras representativas en este numeroso conjunto nos inclinaríamos por el Ventisquero , de Erich Heckel , y el Girasol, de Kurt Federlin.
Venancio Blanco.
Realiza el escultor Venancio Blanco, cuyas obras hemos visto en la Sala del Ateneo, una interesante actualización del arte clásico. Si por todas partes se va a Roma, también Roma puede llegar a todas partes. Puede llegar a nuestros días sin necesidad de que ello implique ningún retorno artístico. Es preciso, sí, poseer el claro instinto, el sentido de conservación de toda una cultura. Y también el amor a unas formas naturales que no han prescrito todavía. Lo de actualizar esas formas se da por añadidura; basta vivir al día y saber medir la distancia que media entre la creación y la servidumbre imitativa Venancio Blanco ha acertado a infundir en sus volúmenes, a sus mediterráneas figuras femeninas, empaque clásico y redondeado. No se distrae en descubrir la perfección del detalle formal, sino en redondear su opulenta precisión. También Moore, desde su Olimpo agujereado, expresa así el clasicismo. Sólo que la redondez tiene un límite: el cristianismo. Y cuando ya no son pequeñas figuras de mujeres mediterráneas, sino cabezas de apóstoles o profetas –como sucede en algunas esculturas de este artista-, se ve obligado a tender un puente, también de moderna recreación, hasta la mayor fortaleza espiritual y expresiva del románico.
Gabino, Molezún y Vaquero Turcios.
Los tres han expuesto algunas de sus obras en la recién inaugurada Sala Darro. En un ambiente distinto al de las demás salas, entre mobiliario de la más moderna línea, formando parte de un conjunto decorativo de sobria elegancia y grata diversidad, del que no se halla ausente la tradición artesana española, actualizada con el mejor gusto de nuestro tiempo, las obras de Gabino, Molezún y Vaquero Turcios se han ofrecido a los visitantes como prueba de que el arte no tiene como exclusiva aspiración un destino de catálogo y museo. Entre los bellos y modernos muebles, las creaciones artísticas se humanizan con servidumbre amable e íntima. De siempre el arte se ha deseado para enriquecer el hogar, y en pocas épocas ha habido una mayor adecuación que en la nuestra entre las fórmulas artísticas y el contorno ambiental de la casa. Así lucen bien aquí las figuraciones recortadas en gruesa línea negra y colores planos y de repertorio reducido al claroscuro de la misma tinta, como el potente Toro pintado por Molezún o los cuadros de Vaquero Turcios. Y así también resulta adecuada la presentación de obras más graciosa y finas de color, como las construcciones urbanas de Amadeo Gabino. En conjunto, resulta propicio este ambiente de mobiliario moderno a las cerámicas, monotipos, guaches, litografías y dibujos de estos tres artistas, que, habiendo dado siempre notas mayores de su arte en los más difíciles terrenos, no disminuyen ni un ápice su categoría dignificando la decoración que rodea sus obras.
Pablo Serrano.
Homenaje a Chillida, Oteiza, Miró-Artigas, Tapies y Palazuelo.
Si la exposición anterior nos pareció que tenía un ambiente adecuado en la Sala Darro, ésta, también verificada en la misma Sala, con un clima de mayor ambición y como homenaje a los artistas españoles triunfadores últimamente en el extranjero, se encontraba demasiado dispersa entre la multitud de objetos que dificultaban una visión reposada. Sin esa dispersión, las aportaciones de los artistas participantes en el homenaje hubieran alcanzado mayor interés de conjunto. Como era de esperar, la curiosidad se centraba en las obras de los homenajeados, pero la mayoría de cuadros y esculturas reunidos en torno a ellas mantenían un mismo nivel de dignidad artística, dentro de los temas forzados del blanco y el negro –luz y sombra, esperanza y desaliento- y el abstractismo.
De Chillida, Gran Premio de Escultura de la Bienal de Venecia de 1958, se exhibían unos hierros que parecen formados de tentáculos planos, aplastados, que escapan, vuelven e inician un movimiento tan fuerte como un deseo centrípeto.
Varias esculturas de Oteiza, Primer Premio de la Bienal de Sâo Paulo, en piedra, mármol o chapa, mostraban el superior dominio de este artista sobre la masa, la luz y el equilibrio. Son obras que tienen un cierto aire de frío experimento estético, pero que resultan embellecida por los efectos que sobre ellas produce la luz y que acentúan la perfección de las aristas y el corte preciso de los planos.
La colaboración de Miró y Artigas en la decoración del edificio de la U. N. E. S. C. O. , en París, con los célebres paneles cerámicos de El Sol y La Luna, ya ha sido largamente comentada. En esta exposición se ha exhibido una gran fotografía de la realización cerámica de Artigas de La luna y el correspondiente boceto a color de Miró.
Por dificultades, los organizadores no consiguieron ninguna obra de Tapies, y nuestro primer Premio Carnegie ha sido el único de los homenajeados que no halló representación.
Palazuelo, quinto Premio Carnegie de 1958, ha enviado un cuadro pintado en ocres y blancos, de materia atractiva y agradable semibrillo. Los ocres cargan su intensidad en el centro y son enclaustrados en pequeños cuarteles irregulares, que producen efecto de despiece.
Entre los treinta expositores que han colaborado en el homenaje con la aportación de pinturas, dibujos, esculturas y estructuras metálicas es difícil destacar alguno, por encontrarse todos identificados –aunque con técnicas y expresiones distintas- con una problemática interna que todo lo subordina a la escucha de su propio latido, asordando por eso la hermosa diversidad del mundo. De ahí que el uso de materias extrañas atraiga la atención a la primera ojeada y que persistan más en el recuerdo las pizarras de Basterrechea, la cerámica de Molezún o las arpilleras de Millares que algunas otras sobresalientes obras.
Aguilar Moré.
Gracias a Dios, existe una pintura que se salva a fuerza de gracia y alegría de vivir. Ha existido siempre y no es necesario citar ejemplos pasados. En torno nuestro se agradece su presencia. Es tan humana como la que más y es absurdo pensar que sólo se plantea problemas menores. Lo que ocurre es que resuelve con signo positivo la tragedia de su época. El hombre es un animal tan serio y preocupado que se le está olvidando la sonrisa. Gracias a Dios, hay artistas que nos ofrecen un mundo amable –amable: digno de ser amado-. No sabemos si Aguilar Moré, que ha expuesto en Biosca cincuenta y una de sus obras, nos agradecerá estas palabras. A lo mejor, hubiera preferido que consideráramos su obra desde un punto de vista menos comprometido para él y más acorde con el intelectualismo torturado y exprimido de nuestro tiempo. Pero el arte juvenil y moderno de este pintor es un motivo más para pensar, por ejemplo, que en Europa, después de todo, puede salvarse del suicidio. Y esto es algo indudablemente serio. Los artistas como Aguilar Moré, alineados con pintores tan europeos como Dufy, pueden devolvernos, si no toda, parte de la confianza pedida. El grato colorido de sus cuadros –sin brillos, pero de alegre y pimpante cromatismo-, sus paisajes urbanos, sus vapores pueriles y sabios, sus muchachas sentadas o la alegría de anécdota moderna de los parque infantiles y la figuritas ante el mar y los vapores, son indudables expresiones de vida inmediata cuyo atractivo, desgraciadamente, se nos está olvidando.
Palacios Tardez.
Para hacer aflorar el humano dolor, el sufrimiento cotidiano, no son precisos el grito ni la gesticulación; basta sentirlo con la intensidad suficiente. Entonces puede también hacerse pintura social sin desgarros ni estridencias. Palacios Tardez lo demuestra en sus óleos expuestos en la Galería Alfil. No hay en ellos –no suele haberla en los auténticos elementos humildes que maneja- ninguna explosión de alegría, pero dejan abiertos muchos postigos a la esperanza. Sería el de Palacios Tardez un arte hasta cierto punto sereno si no introdujera en él, a veces inesperadamente, cierto propósito perturbador de desequilibrio inarmónico. En ocasiones es el color que se aviva, otras es el dibujo que se desorbita. Junto a un ojo grande coexiste un ojo pequeño. Esto es, metafóricamente hablando, lo que se puede pensar viendo algunos de sus cuadros. En la mayoría de sus paisajes, de sus bodegones y de sus figuras humanas se reanuda la línea de la serenidad, se sostiene la poética tristeza de sus criaturas, que están más allá de la rebeldía y de la conformidad, en un lugar tan amplio e indiferente como la vida.
Molezún.
Aguilar More.
Pintores de Africa.
Tampoco en pintura Africa empieza en los Pirineos. No parece el tema africanista demasiado tentador para los pintores españoles actuales. En la exposición que anualmente celebra la Dirección de Plazas y Provincias Africanas no suelen verse muchos cuadros de pintores importantes. En el certamen de este año, presentado en las salas del Círculo de Bellas Artes, aún se ha acentuado más esta ausencia. Al cronista –que puede equivocarse como cada cual- le parece que el desvío manifiesto de nuestros artistas de primera fila obedece a razones más hondas que las meramente circunstanciales. A los pintores modernos, si se exceptúan algunos aspectos del arte negro, los temas africanos ni les interesan ni les emocionan. Y no nos referimos a ese pintoresquismo de anécdota fácil y epidérmica que se prodiga en abundancia en estas exposiciones, sino a la búsqueda apasionada de una verdad más desnuda y entrañable, para cuyo hallazgo los pintores españoles estarían más próximos y mejor dotados de comprensión que los demás artistas europeos. Alguna vez hemos creído que, en lugares inesperados, se empezaba a descorrer la cortina norteafricana –en algún tipo campesino de Zabaleta o en alguna cabra arisca de Benjamín Palencia- o en lienzos presentados a estos mismos concursos, ajustados al tema guineano, como el de tití Virginia, de Antonio Guijarro, premiado en el certamen de 1956. Pero, por lo general, han sido sofocados esos atisbos por tanto reportaje convencional, por tanto impresionismo narrativo con que nos han abrumado los pintores de Africa.
En la exposición del año actual figuran, con estimables obras, entre otros, en pintura, Godoy, Ariño de Garay, Amparo Cruz Herrera, Gumucio, Pradillo, Mercedes Brinques; en acuarela, Acosta Boue, María Mira; es escultura, Cruz Morales, Porta, Villa, Navarro; en dibujo, García Arroyo, Herrera, Villamayor, y en grabado, Fernández Barrios, Paula Millán y Palomo Rosende.
Merecen ser destacados un buen cuadro de Albalat, Muley Idris, visión abstracta de esa población marroquí, y la Niña negra, del pintor Wenceslao Ortega, que ha obtenido el premio este año, y que resulta sumamente grata por su sencillez y su limpieza de pintoresquismo.
Tony Estradera.
El pintor catalán Tony Estradera ha traído a la Sala Altamira una bella colección de cuadros de valiente colorido y finas vibraciones. En ellos predominan los paisajes urbanos de Italia y de ciudades españolas, especialmente Barcelona. La pintura de Estradera tiene un encanto original que brota de las masas de color, en las que se insertan perfiles de cosas o siluetas humanas que sugieren tanto la presencia callada e incompleta que no desea interferirse sobre la musicalidad de los fondos como el recuerdo, aún nítido, de una ausencia. Plantea así el pintor esa delicada posibilidad poética y musical de la pintura sin que el color se desvanezca o esfume. Y mantiene latente la realidad, a la vez presente e intangible, que se salva de apariencias fantasmales por el juego cromático postimpresionista y porque lleva implícito un fuerte deseo existencial. Entre los modernos pintores catalanes Estradera tiene un lugar destacado, porque su arte, maduro técnicamente, va muy lejos y bien orientado, entre otros destinos, hacia la captación poética de la luminosidad y el ambiente del entorno vital barcelonés.
Tony Estradera.
Palacios Tardez.
arte contemporáneo
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