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Eduardo Chillida, ‘Tres I’, 1952
Eduardo Chillida, ‘Composición’, 1963
Eduardo Chillida, ‘Collage’, 1972
Eduardo Chillida, ‘Gravitación’

Inauguración mañana jueves 19:30 horas

 

Eduardo Chillida. 1924 – 2002

 

 

Galería Guillermo de Osma

Claudio Coello, 4 - 1º izq. Madrid

 

Hasta el 27-3-2019

 

 

Cuando en 1951 Eduardo Chillida da por terminada su formación en París y vuelve a Euskadi para instalarse en Hernani, comienza a trabajar con el material que marcaría el grueso de su carrera escultórica: el hierro. Esta elección se basa en motivos formales y simbólicos de raíz lumínica y telúrica; el mármol, material del clasicismo greco-romano, está vinculado a la luz blanca del Mediterráneo, mientras que Chillida, en sus propias palabras, sentía que no pertenecía a esa luz, sino a “la luz oscura, que es la luz de toda la costa atlántica”; encarnada en la negritud del hierro. El hierro es tierra y cielo, luz y terruño, por eso Hefestos forjaba en las entrañas de la roca los rayos que Zeus lanzaba durante las tormentas. El trabajador del metal reproduce a partir de elementos minerales un producto que originalmente fue cósmico. La presente muestra incluye una de esas primeras obras en hierro, ‘Tres I’, experimentación tangible y sólida con la luz atlántica. La oposición simbiótica de luz y materia es una de las múltiples tensiones armónicas que vertebran la obra y el ideario de Eduardo Chillida; “Gemelos enemigos” como las bautizó Octavio Paz en su texto sobre el escultor vasco.

 

(…)

 

La relación de Chillida con la naturaleza y lo material es profunda y compleja. Su obra tiene un carácter primigenio que se manifiesta en su interés por lo elemental. La luz del cielo cantábrico, el fuego de la forja, las propiedades de los materiales, el espacio, el mar. Decía de las olas que, como “casi todas las cosas serias en el mundo, son parecidas, pero diferentes”. Igual que las hojas de los árboles o las personas. Le interesaba la repetición constante e irrepetible de lo orgánico, presente en los trances musicales de su admirado Johann Sebastian Bach. Él, “discípulo de la mar”, nunca se prestó a realizar réplicas de sus piezas, y sí abundantes variaciones de los mismos temas. Consideró que cada una de sus obras era una pregunta y también se refirió a ellas como ecuaciones; ecuaciones que se resuelven con elementos en vez de con números. Las cualidades elementales son cualitativas, no cuantitativas, por eso están abiertas a múltiples, infinitas, soluciones; todas correctas, todas insuficientes. El diálogo establecido con los elementos naturales es en sí mismo una contradicción fructífera. La naturaleza es, a un tiempo, lo que permite la existencia de la escultura y el problema al que ésta se enfrenta. Esta resistencia enriquecedora de los elementos se materializa de forma significativa en el enfrentamiento de sus esculturas con la fuerza de gravedad. La atracción de la materia por la Tierra es un problema central y ancestral de la escultura, la arquitectura y la ingeniería que las masas materiales de Chillida enfatizan. “Lucho contra Newton”, decía de su trabajo. Lo que tal vez no sabía es que el mismo Newton se dedicó a “luchar contra Newton”. El científico inglés que formuló las leyes básicas de la física dedicó más escritos a la magia y la alquimia que a la ciencia. Estudiaba a los magos antiguos y buscaba fórmulas que permitiesen transgredir la inviolabilidad de las leyes descubiertas por él mismo. Supongo que es una dualidad natural; el deseo de entender el funcionamiento de los límites impuestos por la naturaleza, unido a la pretensión humana de trascenderlos. En la aspiración etérea de las esculturas de Chillida, sean éstas de metal, de piedra o de cemento, hay un impulso dramático que define la esencia de lo humano: somos naturaleza, pero aspiramos a librarnos de sus trabas; como Ícaro. Chillida no se limita a rebatir el límite, también lo ama, porque es el límite el que permite el juego.

 

(…)

 

Chillida ilustró la importancia de una sensibilidad no articulada en su obra con una anécdota sucedida en su taller de Hernani en el año 54’. La instalación eléctrica había sufrido una avería y tuvo que llamar a un electricista del pueblo. El hombre, que era casi analfabeto, mientras trabajaba estuvo observando largamente las tres esculturas que en ese momento se encontraban en proceso. Los nombres de las piezas eran ‘Música callada’, ‘Silencio’ y ‘Oyarak’ (que significa “eco” en euskera). Terminado su trabajo, el operario, que hasta entonces había permanecido en silencio, dijo: “Ah, ya entiendo, esto es como la música, sólo que con hierro”. Para Chillida, esta experiencia es un ejemplo de que “puede haber una aproximación al arte sin todo ese cargamento cultural que creemos fundamental”. Pero no hablo de algo que por ser inefable esté exento de significado. Cuando Wittgenstein escribió su máxima: “sobre aquello sobre lo que no se puede hablar, se ha de guardar silencio”, planteaba la necesidad del logos de reconocer sus límites, pero no implicaba que aquello que la palabra no puede expresar deba ser ignorado. En una famosa carta a Ludwig von Ficker en la que aclara la intencionalidad de su Tractatus, Wittgenstein habla de que lo crucial de su libro no es lo que en él queda escrito, sino lo que se dice por omisión, sin palabras. Wittgenstein daba un valor mayor a lo inefable que a lo verbal, y entendía que la ética y la mística, posiblemente sus dos preocupaciones cardinales, escapaban a esos límites del logos que él intentó trazar. A menudo, lo crucial se expresa y se entiende sin palabras.

 

                                    Germán Huici, Platón y los pájaros (fragmentos)

 

 

Texto e imágenes cortesía de galería Guillermo de Osma

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