Sobre la necesidad de un cierto escepticismo en el arte
Con tales prisas no veo nada
En ocasiones oigo exclamaciones del tipo “qué obra más excitante e interesante”, “es completamente novedoso”, “¿no te parece insólito?”, y así sucesivamente. Entonces ya se pueden poner a correr y buscar una salida, porque se ha suprimido la contemplación en aras de un falaz orgasmo ante una continua e inexistente renovación. Tanta aceleración, que no deja de ser un constante reclamo comercial y mercantil, condiciona el presente del arte, como si con ello fuese a perder el hilo del avance tecnológico, la eficacia de su supuesta velocidad, así como el ansia de una consumición desmedida.
En todo ello hay mucho de esnobismo y extravagancia, lo que hace mella en los artistas, a los cuales el fenómeno de la invención permanente por sí misma les hace olvidar la disposición última que preside su propia creación. Y es que el exceso teorético no para de confundirles, pues al final no saben si han de atenerse a aquello de que la innovación en las formas precede siempre a las revoluciones que más tarde se manifestarán en otros niveles culturales y sociales –con lo que tienen ganada la inmortalidad.
O el que para conseguir que el arte represente más estética y sagazmente nuestro tiempo, haya de expresarse, en total aislamiento, a sí mismo, en el dolor o en el gozo, más profundamente, más plenamente. Puesto que ni el medio, ni el país ni el clima lo explican por sí solos –una tesis tan válida como su contraria.
En fin, un grado de escepticismo artístico logrará que como espectadores –a la denominación de consumidores no le veo la gracia- nos sintamos liberados de tanta petulancia y pomposidad y acudamos más y mejor a nuestro sensibilidad y pathos.
¿Mitos del pop o mitos del pufo?
No se han gastado tantas palabras como entonces en las miles de parsimonias y ceremonias que configuraron la explicación de un fenómeno que, hay que reconocerlo, fue una gran operación de marketing. Ni se han bajado tanto los pantalones y las faldas en una adoración rayana con la más supina imbecilidad.
La exposición actual del Thyssen-Bornemisza, “Mitos del Pop”, en Madrid, refleja una maquiavélica verdad: para ser un movimiento que acabó con la separación entre alta y baja cultura, es decir, en conseguir hacer más asimilables y asequibles los supuestos mensajes del arte, basándolos en la televisión, el cómic y la publicidad, no concita en la sala más que un vacío aterrador, no sé si por hartazgo o por falta absoluta de interés. Por lo tanto, no se preocupen por los tumultos, empujones, aglomeraciones o situaciones parecidas, hay seguridad en una contemplación sin riesgos físicos, de los otros a saber.
Centrándonos ya en la muestra, hemos de reseñar que muchas obras son autoría del gran gurú de este circo, Andy Warhol, cuyo coeficiente intelectual –dato auténtico y comprobado- llegó tan alto o terminó tan bajo que nadie fue capaz de verlo ni sondearlo. La producción del resto de norteamericanos sigue a la par, sin ton ni son. ¿Qué es lo que uno se encuentra? Plagios, copias, reciclados, imitaciones; ni emoción, ni pasión, ni erotismo, ni ideas, ni sorpresas, ni planteamientos talentosos, ni imaginarios delirantes, ni fantasía, ni misterio, ni magia ni expresividad alguna. Es lo inocuo y anodino por antonomasia. Lo cierto es que tantas latas aburren, son todas iguales y además ni se pueden beber.
Pero hay excepciones y curiosamente corresponden a los artistas españoles. Incluir a Gordillo, Genovés, Darío Villalba y demás me parece una temeridad, su obra, marcadamente política y crítica, está muy por encima de tales banalidades y vulgaridades. Incluso la incorporación de algún alemán o inglés resulta una imprudencia, no parecen ir más que de relleno. De todas formas, no se apuren porque seguramente estoy equivocado y voy a tener que castigarme volviendo a una revisión histórica desde Lucas Cranach y Hans Baldung Grien (por no decir otros).
Tuve que salir corriendo
Fue toda una sorpresa. Me hablaron de una acción artística comprometida con la revolución espiritual y con una exaltación de la liberación e integración, en la vida, de la actividad de la función estética. De todas formas, cuando llegué y vi lo que estaba empezando a suceder, me asaltó cierta congoja.
A tres hombres y tres mujeres, enteramente rapados y tatuados, vestidos con mono de presidiario, sentados en el suelo y colocados en círculo sobre un yunque, les estaban remachando con un martillo collares y cadenas en la nuca. El conjunto de los que estábamos allí temblábamos al imaginar lo que pasaría si fallaba alguno de los golpes en los clavos. Por fortuna salieron indemnes, con lo que se dio por finalizada esta primera fase. En la segunda, se animaba al público a injuriarlos, insultarlos, golpearlos, escupirlos y hasta torturarlos incluso.
Los que hacían de carceleros, para quitar hierro al asunto, nos tranquilizaban explicándonos que era una fiesta de condenados, la expresión de un concepto lúdico de infamias, desenmascaramientos, juegos de disfraces y fantoches. Al fin y al cabo había que considerarlo un “performance” y como tal, un espectáculo.
Después, esta saturnal del castigo trastocó la dinámica escénica, invitando a los asistentes a ataviar a los condenados con ramilletes de cintas, de flores, de pajas trenzadas o lencería. Una vez acicalados, se levantaban y comenzaban a danzar en corro tal si fuesen nigromantes en un aquelarre.
La suposición básica de la que se partía era que los forzados, a través de esta representación, invertían las premisas convencionales sobre las que se desarrolla la integridad de la moralidad imperante, ya que de lo que se trataba es que el espectador y a la vez participante fuese sintiéndose liberado y sacudido por oleadas de placer y desahogo ante el sufrimiento ajeno y la culpabilidad.
Sin embargo y por si acaso, antes de terminar el acto fui el primero que puse pies en polvorosa, no fuese a recordar uno de los protagonistas la patada en salva sea la parte que le propiné. No era cuestión de averiguar si se la había tomado en serio. Les advierto que es el riesgo de concurrir a este tipo de galas artísticas.
Gregorio Vigil-Escalera
Imágenes:
Marina Abramović. Cartel ‘The artist is present’. Cortesía de Marina Abramović. Fotografía de Marco Anelli vía http://marinafilm.com/
Tracey Emin. ‘My Bed’, 1998. Cortesía de Tracey Emin y The Saatchi Gallery, Londres. Fotografía de Prudence Cuming Associates Ltd. vía Tate
Wilfredo Prieto. ‘Vaso de agua’. Cortesía de Wilfredo Prieto y galería Nogueras Blanchard. Fotigrafía: El Confidencial
John Lennon y Yoko Ono. ‘Amsterdam Bed-In for the peace’, primer día,1969. Fotografía vía Wikipedia.
Pablo Picasso. 'Cabeza de mujer joven'. Cortesía de La Verdad
Nota de los editores: la elección de las imágenes que ilustran los textos de Gregorio Vigil-Escalera no debe interpretarse necesariamente como que consideramos las obras mostradas un bluf, sino simplemente que en su momento han despertado polémica al respecto. Obviamente, tenemos nuestra opinión sobre ellas, pero consideramos que hoy el protagonismo de opinión corresponde en exclusiva a Gregorio, con el que tampoco coincidimos siempre.
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