‘Presos políticos’ de Santiago Sierra: pseudoarte reaccionario para hacer caja, pero no se debe censurar 22 y 23-2-2018
En arterritory.net opinamos que la obra que exhibía hasta hace pocas horas Santiago Sierra en el stand de la galería Helga de Alvear en la feria ARCOmadrid es artísticamente inane, éticamente despreciable y políticamente reaccionaria. Porque en sí no aporta formal ni conceptualmente analítica artística de la realidad, dependiendo de textos explicativos para su intelegibilidad, justo lo que define al pseudoarte. Porque avala actitudes y hechos supremacistas de supuestos seres superiores que sólo existen en la propia imaginación de quienes se lo creen y porque en la definición de preso político que en sintonía perfecta expresan el artista y los supremacistas entraría sin duda el mismísimo Adolf Hitler, con quien tienen en común mucho más de lo que ellos mismos creen. Comenzando conque el nacionalsocialismo del pasado siglo es el padre del nacionalpopulismo del presente.
Dicho lo cual añadimos que censurar esa obra e imponer su retirada es también políticamente reaccionario, éticamente despreciable y artísticamente inaceptable, sin que sea precisa mayor explicación por razones obvias. Por muy despreciable que sea la obra e inane el artista, las libertades de creación y expresión están por encima de ello. Y de la misma manera que el creador tiene derecho a exponer libremente su obra, el espectador lo tiene igualmente a valorarla. Que es lo que hacemos. Por lo que exigimos que la obra se mantenga en ARCO y los responsables de su exhibición soporten, en legítima reciprocidad, las opiniones que genere.
Y, finalmente, queremos añadir que el escándalo es un lamentable sustituto del talento a la hora de hacer caja en el ámbito del arte y que tan triste suplantación delimita a la perfección el estado de la cuestión del arte en nuestros días. Al igual que la sospecha de que la compra de la referida obra se vaya a abonar con dinero no de origen privado, sino público, delimita también a la perfección el estado de corrupción existencial en el que nos movemos. Al menos las dudas sobre esto último deberían quedar despejadas de inmediato, exigencia que sumamos a la de su mantenimiento en exhibición.
Alvaro Sánchez
P.S.: Se ha conocido que Josep María 'Tatxo' Benet Ferran, socio de Jaume Roures en Imagina Media Audiovisual y otros negocios extractivos de rentas, es el supuesto comprador de la presunta obra, así como que pretende exponerla en Lérida en sustitución del expolio de Sijena devuelto a sus legítimos propietarios. Se hace por tanto más urgente que nunca aclarar que el dinero que se paga por ella no procede en última instancia de todos los españoles. As usual, naturalmente.
Tampoco puedo evitar preguntarme si Clemente González Soler, Presidente de IFEMA, trabaja para la institución o para los nacionalpopulistas supremacistas catalanes. Anna Gabriel no cabe en sí de gozo: así se las ponían a Fernando VII.
Belleza libre y belleza adherente (y II) 23-2-2018
Ahora bien: la satisfacción en lo diverso de una cosa, en relación con el fin interno que determina su posibilidad, es una satisfacción fundada en un concepto; pero la de la belleza es de tal suerte que no presupone concepto alguno, sino que está inmediatamente unida con la representación mediante la cual el objeto es dado (no mediante la cual es pensado). Pero si el juicio de gusto, en consideración al objeto, se hace dependiente del fin en el concepto, como juicio de razón, y, por tanto, es limitado, entonces no es ya un libre y puro juicio de gusto.
Ciertamente, mediante ese enlace de la satisfacción estética con la intelectual, gana el juicio de gusto, en que es fijado, y, si bien no es universal, sin embargo, en consideración de algunos objetos determinados, conformes a un fin, pueden prescribírsele reglas. Éstas no son, sin embargo, entonces, reglas del gusto, sino solamente de la unión del gusto con la razón, es decir, de lo bello con el bien, mediante la cual aquél viene a servir de instrumento para el propósito, en consideración de este último, de poner aquella situación de espíritu que se conserva a sí misma y tiene un valor subjetivo universal, bajo aquel modo de pensar, que sólo mediante penosa resolución puede conservarse, pero tiene un valor objetivo universal. Pero, propiamente, ni la perfección gana por la belleza ni la belleza por la perfección; mas como, cuando comparamos la representación mediante la cual un objeto nos es dado con el objeto en consideración de lo que debe ser, mediante un concepto, no puede evitarse el que la juntemos también con la sensación en el sujeto, resulta que la facultad total de la representación gana cuando están de acuerdo ambos estados del espíritu.
Un juicio de gusto, en lo que se refiere a un objeto de fin interno determinado, sería puro sólo en cuanto el que juzga no tuviera concepto alguno de ese fin o hiciera en su juicio abstracción de él. Pero después, aunque, habiendo juzgado el objeto como belleza libre hubiera enunciado un juicio de gusto exacto, vendría a ser criticada por otro que hubiera considerado su belleza como belleza adherente (mirando al fin del objeto) y acusado de gusto falso, habiendo ambos, cada uno a su modo, juzgado exactamente: el uno, según lo que tiene ante los sentidos; el otro, según lo que tiene era el pensamiento Por medio de esta distinción puédense arreglar algunos disentimientos de los jueces de gusto sobre belleza, mostrándoles que el uno se atiene a la belleza libre y el otro a la dependiente, que el uno enuncia un juicio de gusto, puro, y el otro, uno aplicado. (Immanuel Kant, en Crítica del juicio)
Belleza libre y belleza adherente (I) 22-2-2018
El juicio de gusto, mediante el cual un objeto es declarado bello, bajo la condición de un concepto determinado, no es puro. Hay dos clases de belleza: belleza libre (pulchritudo vaga) y belleza sólo adherente (pulchritudo adhaerens). La primera no presupone concepto alguno de lo que el objeto deba ser; la segunda presupone un concepto y la perfección del objeto según éste. Los modos de la primera llámanse bellezas (en sí consistentes) de tal o cual cosa; la segunda es añadida, como adherente a un concepto (belleza condicionada), a objetos que están bajo el concepto de un fin particular.
Las flores son bellezas naturales libres. Lo que una flor deba ser sábelo difícilmente alguien, aparte del botánico, y éste mismo, que reconoce en ella el órgano de reproducción de la planta, no hace referencia alguna a ese fin natural cuando la juzga mediante el gusto. Así; pues, a la base de este juicio, no hay ni perfección de ninguna especie, ni finalidad interna a que se refiera la reunión de lo diverso. Muchos pájaros (el loro, el colibrí, el ave del paraíso), multitud de peces del mar, son bellezas en sí que no pertenecen a ningún objeto determinado por conceptos en consideración de su fin, sino que placen libremente y por sí: Así, los dibujos à la grecque, la hojarasca para marcos o papeles pintados, etcétera, no significan nada por sí, no representan nada, ningún objeto, bajo un concepto determinado, y son bellezas libres. Puede contarse entre la misma especie lo que en música se llama fantasía (sin tema), e incluso toda la música sin texto.
En el juicio de una belleza libre (según la mera forma), el juicio de gusto es puro. No hay presupuesto concepto alguno de un fin para el cual lo diverso del objeto dado deba servir y que éste, pues, deba representar, y por el cual la libertad de la imaginación, que, por decirlo así, juega en la observación de la figura, vendría a ser sólo limitada Pero la belleza humana (y en esta especie, la de un hombre, una mujer, un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (como iglesia, palacio, arsenal, quinta), presupone un concepto de fin que determina lo que deba ser la cosa; por tanto, un concepto de su perfección: así, pues, es belleza adherente. Así como el enlace de lo agradable (de la sensación) con la belleza, que propiamente sólo concierne a la forma, impide la pureza del juicio de gusto, así el enlace del bien (para el cual lo diverso es bueno a la cosa misma, según su fin) con la belleza daña a la pureza de ésta.
Podrían añadirse inmediatamente en la intuición de un edificio muchas cosas que nos pluguieran, si no fuera porque debe ser una iglesia; podría embellecerse una figura con toda clase de rayas y rasgos ligeros si bien regulares, como hacen los neozelandeses con sus tatuajes, si no tuviera que ser humana, y ésta podría tener rasgos más finos y un contorno de las formas de la cosa más bonita y dulce, si no fuera porque debe representar un hombre o un guerrero. (Immanuel Kant, en Crítica del juicio)
El intelectual comprometido como anacronismo social (y III) 21-2-2018
Y, en el mejor de los casos, si los poderosos leen el manifiesto, al final quedaría reducido (dependiendo del papel en que se ha impreso el manifiesto y los nombres que lo suscriben) a un uso higiénico o deportivo: encestar manifiestos en la papelera ha sido un deporte occidental muy extendido. No hay otra manera de explicar la suerte corrida por los manifiestos encabezados por Noam Chomski contra las guerras de Afganistán o de Irak.
Si lo consideramos desde el punto de vista del poder, su papel queda reducido a dar buen tono a recepciones, tomas de posesión y otros festejos. Su papel ornamental se mantiene mientras sepa cerrar la boca a tiempo y no diga inconveniencias: preguntar por la utilidad de una determinada política o incluso reprochar algo, suele ser motivo suficiente para ser expulsado del Paraíso y caer en esa especie de anonimato que supone no ser tenido en cuenta en los sucesivos sopicaldos de quienes ostentan el poder político y/o económico. Una desgracia para muchos, todo hay que decirlo.
El intelectual ha sido sustituido, en la mente de la masa social, por eso que llaman fenómeno mediático, sea en el papel de tertuliano, sea en el de famoso o famosillo de la farándula. Así, nos encontramos (yo me lo he encontrado incluso en el contexto académico) con que se citan categóricamente declaraciones de Mario Vaquerizo en el programa de Ana Rosa o como escritora o pensadora de primer orden a una presentadora de un magazine cualquiera, cuyos libros publicados por una gran editorial (generalmente Planeta) se venden como churros, naturaleza de la que participan en más de un aspecto.
Declararse hoy ‘intelectual’ es una manera de esnobismo, cuando no una flagrante pedantería con ribetes de narcisismo. Ser declarado como tal, consiste en el medio más rápido de ser clasificado entre las especies exóticas que se muestran a las visitas o en las exposiciones de horticultura. Es lo más cerca que se puede estar en algo que tenga el lexema ‘cultura’ o la manera más digna de ser expuesto en público. La otra modalidad de ser expuesto supone su descalificación por idealista, enfermedad muy grave y quizá contagiosa, por lo que el periodo de aislamiento se aventura largo. La realidad impone su diagnóstico.
Por tanto, ser un intelectual comprometido es hoy un anacronismo social. En algo llevaba razón Blanchot: al intelectual sólo le queda la soledad para seguir siendo libre. (Luis Martinez-Falero Galindo, en A&C, artesycosas.com)
El intelectual comprometido como anacronismo social (II) 20-2-2018
Para el pensador francés, el intelectual tiene que encarnar unos valores de universalidad tales que le permitan mantenerse al margen del poder, pero tras él; es decir, en una soledad que garantice su independencia. El modelo del anti-intelectual, individuo que se encuadra en los espacios tradicionales de la intelectualidad para defender principios que la destruyen, sería Martin Heidegger y su defensa del nazismo. De ahí que haya que excluir desde el comienzo a quienes se han situado al servicio del poder, a uno y otro lado del espectro político, como los escritores, filósofos o artistas que han apoyado las sucesivas encarnaciones del fascismo o del totalitarismo en general, fuera en la órbita soviética o en sus antípodas ideológicas. El intelectual, por tanto, debe mantener su independencia, marcando los límites de la ética y de la convivencia social en paz y en libertad, por encima de ideologías y de la búsqueda de agradar a quien ostenta el poder.
Ello supone que, para Maurice Blanchot, el intelectual debe manifestarse como un ente puro, desideologizado y atento a las derivas de unos y de otros para ser portavoz del pueblo y corregir las desviaciones éticas y de gestión de los poderosos. Este intelectual debe ser una pieza esencial en el mundo actual, tras lo que denomina reacomodación de los fascismos. Partiendo de mi duda metódica sobre la posible existencia de más de un espécimen de tal género, creo que, en realidad, Blanchot se estaba postulando a sí mismo: alejado del mundanal ruido (no hay fotos suyas publicadas prácticamente desde el final de la Guerra Mundial), desdeñó los honores (rechazó, entre otros, su nombramiento como académico) y se mantuvo al margen de la vida social y cultural de Francia, excepto a través de sus libros y artículos, como un atento vigía tanto de la tradición literaria y filosófica europea como de la vida política. Después de todo, luchó en la Resistencia y eso lo legitimaba incluso ante De Gaulle.
Ahora bien: si el intelectual debe ser el atento observador de quienes manejan el poder (y lo de los ‘manejos’ no es casualidad aquí) y debe guiar al pueblo y ser su portavoz, ¿qué lectura podemos hacer hoy de ambos ámbitos de influencia del intelectual en la sociedad?
Si lo observamos desde el punto de vista de la masa social, el intelectual queda deslegitimado por su adscripción política: dependiendo de qué o de quién se trate, firma manifiestos o mantiene un sospechoso silencio, lo que lo hace aparecer como portavoz sólo de una determinada posición política. (Luis Martinez-Falero Galindo, en A&C, artesycosas.com)
El intelectual comprometido como anacronismo social (I) 19-2-2018
A mediados de los años 80’, Maurice Blanchot (1907-2003) publicó un extenso artículo en la revista Le Débat sobre el papel del intelectual en la sociedad europea[1]. Tras sus trabajos en filosofía y en crítica literaria (El espacio literario, El libro por venir, De Kafka a Kafka, El paso (no) más allá…) y la publicación de algunas novelas (como La sentencia de muerte, Aminadab o Tomás el Oscuro), Blanchot reflexionaba sobre su misma razón de ser en la sociedad, habida cuenta de que en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, el intelectual se había ganado un importante papel por su compromiso, un compromiso ya notorio en el siglo XIX (el propio Blanchot dedica un buen espacio al Affaire Dreyfus), una vez que, con el primer Romanticismo, el intelectual y el artista quedaron desligados de mecenas y otras fuentes de ingresos que marcaban grandemente su quehacer tanto en el ámbito social como en el religioso. Era el triunfo de una Ilustración que preconizaba la libertad, igualdad y fraternidad, para erigirse en la conciencia del poder y marcarle los límites. Pero tras el importante papel desempeñado en el Mayo Francés (y sus extensiones por el resto de Europa y parte de América, con una cadencia más o menos en paralelo), el intelectual ―al estilo Jean-Paul Sartre, por ejemplo― había desaparecido. Bien es cierto que en el tardofranquismo, en España, pareció recuperar su estatus, si bien con el retraso motivado por la censura, las limpias entre los profesores universitarios y una cierta tradición del que piensen ellos. La verdadera intelectualidad había estado en el exilio (Julián Marías, por ejemplo), estaba bajo tierra (Ramiro de Maeztu o José Ortega y Gasset) o la habían desalojado de las cátedras, por no decir que había estado sometida a una estricta vigilancia. Ya en 1936 lo dejó bien claro Millán Astray en Salamanca, mientras apuntaba con su pistola a Unamuno, Rector de esa universidad: “¡Muera la inteligencia y viva la muerte!”. Curiosa paradoja como proyecto universitario de futuro. No es raro que estemos como estamos.
La cuestión que parece ocupar el espacio de Europa y América (no es cuestión pequeña por tanto) consiste, en primer lugar, en saber quién debe ser reconocido como intelectual. Contrariamente a la opinión popular, Blanchot descarta a los escritores, los artistas en general o los profesores, cualquiera que sea su campo de estudio. (Luis Martinez-Falero Galindo, en A&C, artesycosas.com)
[1]Edición en español, Maurice Blanchot: Los intelectuales en cuestión, Madrid, Tecnos, 2001.
La obra artística como forma expresiva (y V) 16-2-2018
Por lo común ellos creen que el arte es una expresión de sentimiento pero que la "expresión" en el arte es de esta índole, indicando que el orador tiene una emoción, un dolor u otra experiencia personal, posiblemente dándonos también una clave para el tipo general de experiencia que es —agradable o desagradable, violenta o suave— pero sin exponer objetivamente ante nosotros ese trozo de la vida interior para que podamos comprender su complejidad, sus ritmos y mudanzas de apariencia total. Las diferencias en tonos de sentimiento u otros elementos de la experiencia subjetiva son consideradas diferencias cualitativas, que es preciso sentir para apreciar. Además, como no tenemos acceso intelectual a la pura subjetividad, el único modo de estudiarla consiste en estudiar los síntomas de la persona que tiene en el momento experiencias subjetivas. Esto lleva a una psicología fisiológica, que constituye un campo de estudios muy importantes e interesantes. Pero que no nos dice nada en lo relativo a los fenómenos de la vida subjetiva y que a veces simplifica el problema afirmando que dichos fenómenos no existen.
Ahora bien, a mi juicio la expresión del sentimiento en una obra de arte —la función que hace que la obra sea una forma expresiva— no es en absoluto sintomática. Un artista que trabaja en una tragedia no por esto ha de hallarse en un estado de desesperación personal o de violenta conmoción; nadie, a decir verdad, podría trabajar en semejante estado de ánimo. Su espíritu estaría preocupado por las causas de su desorden emocional. La autoexpresión no exige composición y lucidez; un bebé que chilla da a sus sentimientos más expansión que todos los compositores musicales, pero, por nuestra parte, no vamos a una sala de conciertos a oír chillar bebés; y, de hecho, si alguien lleva allí a un bebé chillón es muy probable que nos retiremos. No queremos la autoexpresión.
Una obra de arte presenta el sentimiento (en el sentido amplio que mencioné antes, es decir, como todo aquello que puede sentirse) para nuestra contemplación, haciéndolo visible, audible o perceptible de otro modo a través de un símbolo que no puede inferirse de un síntoma. La forma artística es congruente con las formas dinámicas de nuestra vida sensorial, mental y emocional directa; las obras de arte son proyecciones de la "vida sentida", según la llamaba Henry James, en estructuras espaciales, temporales y poéticas. Son imágenes del sentimiento que lo formulan para nuestro conocimiento. Y es artísticamente bueno todo aquello que articula y presenta el sentimiento para nuestra comprensión. Las formas artísticas son más complejas que todas las demás formas simbólicas que conocemos. A decir verdad, no es posible abs traerlas de las obras que las exhiben. Nosotros podemos abstraer una forma de un objeto que tiene esta forma; pasando por alto para ello el color, el peso y la textura, e incluso el tamaño; pero para el efecto total que es una forma artística cuenta el color, y cuentan el espesor de las líneas y la apariencia de la textura y el peso. Determinado triángulo es el mismo en cualquier posición, pero para una forma artística su ubicación, su equilibrio y sus contornos no son indiferentes. La forma, en el sentido en que los artistas hablan de "forma significante" o "forma expresiva" no es una estructura abstraída sino una aparición; y los procesos vitales de sentido y emoción que expresa una buena obra de arte le parecen al espectador estar contenidos directamente en ella, no simbolizados sino realmente presentados. La congruencia es tan notable que símbolo y significado aparecen como una sola realidad. A decir verdad, según ha escrito un psicólogo que a la vez es músico, "la música suena como los sentimientos sienten". Y del mismo modo, en la buena pintura, escultura o arquitectura, las formas y los colores, las líneas y las masas equilibradas se ven como las emociones, las tensiones vitales y sus soluciones se sienten.
Un artista expresa, pues, el sentimiento, pero no del mismo modo que el político descarga su indignación o el bebé llora y se ríe. El artista formula ese aspecto esquivo de la realidad que por lo común es considerado amorfo y caótico; es decir, objetiva la esfera subjetiva. Lo que expresa no son, por consiguiente, sus propios sentimientos reales sino lo que él sabe sobre el sentimiento humano. Una vez que está en posesión de un rico simbolismo, ese conocimiento puede sobrepasar de hecho a toda su experiencia personal. Una obra de arte expresa una concepción de la vida, la emoción, la realidad interior. Pero no es una confesión ni un rapto emocional congelado; es una metáfora desarrollada, un símbolo no discursivo que articula lo que es verbalmente inefable, esto es, la lógica de la conciencia misma. (Susanne K. Langer, Los problemas del arte)
La obra artística como forma expresiva (III) 14-2-2018
La forma lógica en sí no es otra cosa que un concepto abstracto o, mejor aún, un concepto abstraíble. Por lo común no la abstraemos deliberadamente sino que únicamente la utilizamos como utilizamos nuestras cuerdas vocales al hablar, sin aprender primero todo lo relativo a su funcionamiento y aplicando luego nuestro conocimiento. La mayoría de los seres humanos percibe intuitivamente la similaridad entre sus dos manos sin pensar en ellas como cosas relacionadas inversamente; por la forma de un pie humano pueden adivinar la del hueco que hay adentro de un zapato de madera, sin necesidad de estudios abstractos de topología.
Pero la primera vez que ven un mapa en la proyección de Mercator —con líneas paralelas de longitud que no se encuentran en los polos— les resulta difícil creer que corresponda lógicamente al mapa circular que usaban en la escuela, en el cual los meridianos se apartan hacia el ecuador y se encuentran en los dos polos. Las formas visibles de los continentes son diferentes en los dos mapas y requiere la intervención del pensamiento abstracto, la equiparación entre las dos representaciones de una misma tierra. No obstante lo cual, en caso de estar acostumbrados a los dos tipos de mapa, verán probablemente las relaciones geográficas en una y otra forma con igual facilidad, puesto que dichas relaciones no son copiadas por ninguno de los dos mapas sino expresadas, y expresadas con igual eficacia por ambos. Pues los dos mapas constituyen proyecciones diferentes de la misma forma lógica, que la tierra esférica exhibe en una tercera proyección, esto es, en una proyección esférica.
Una forma expresiva es cualquier totalidad perceptible o imaginable que exhiba relaciones de partes o puntos o incluso de cualidades o aspectos dentro de la totalidad, de modo que pueda entenderse que representa otra totalidad cuyos elementos tienen relaciones análogas. El motivo de usar una forma tal como símbolo es, por lo común, que la cosa que representa no es perceptible o fácilmente imaginable. No podemos ver la tierra como un objeto. Hacemos que un mapa o una esfera pequeña expresen las relaciones de los lugares sobre la tierna y pensamos en la tierra por medio de ellos. La comprensión de una cosa a través de otra parece constituir un proceso hondamente intuitivo en el cerebro humano; y es tan natural que a menudo nos resulta difícil distinguir la forma simbólica expresiva de lo que transmite. El símbolo parece ser la cosa misma o contenerla o ser contenido por ésta. Un chico atraído por un globo no dice: "Esto representa la tierra" sino que dice: "Miren, aquí está la tierra." Una identificación similar de símbolo y significado está en la base de la difundida concepción de los nombres sagrados, de la eficacia física de los ritos y muchos otros fenómenos primitivos pero persistentes en la cultura. Si menciono esto ahora es porque tiene una relación con nuestra percepción del significado del arte.
El lenguaje constituye el más asombroso y perfeccionado artificio simbólico que haya desarrollado la humanidad. Mediante el lenguaje podemos concebir esas cosas intangibles e incorpóreas que denominamos nuestras ideas y los elementos igualmente poco ostensibles de nuestro mundo perceptual que llamamos hechos. En virtud del lenguaje podemos pensar, recordar, imaginar y finalmente concebir un universo de hechos. Podemos describir cosas y representar sus relaciones, expresar reglas de sus interacciones, especular y predecir y proseguir un dilatado proceso de simbolización conocido con el nombre de razonamiento. Y, por sobre todo, podemos comunicarnos produciendo una ceñida agrupación de palabras audibles o visibles, dentro de un molde conocido por todos y que se entiende fácilmente para reflejar nuestros variadísimos conceptos y perceptos y sus interconexiones. Este uso del lenguaje constituye el discurso; y la, pauta de discurso es conocida con el nombre de forma discursiva Se trata de una pauta sumamente variable y de asombroso poder. Se ha impreso en nuestro pensamiento tácito, de modo que a toda reflexión sistemática la llamamos "pensamiento discursivo". Ha constituido, mucho más de lo que piensa la mayoría de las personas, el marco mismo de nuestra experiencia sensorial, ese marco de hechos objetivos en que llevamos a cabo las acciones prácticas de la vida.
Pero, incluso la pauta discursiva tiene sus límites en cuanto a utilidad. Una forma expresiva puede manifestar cualquier complejo de concepciones que, por conducto de determinada regla de proyección, resulte congruente con ella, es decir, que parezca ser de esa forma. Cuanto exista en la experiencia sin llevar la impronta —directa o indirectamente— de la forma discursiva no es comunicable discursivamente o, en el sentido más estricto, pensable lógicamente. Es inarticulable, inefable; y, conforme prácticamente a todas las teorías filosóficas serias de hoy, es incognoscible. (Susanne K. Langer, Los problemas del arte)
La obra artística como forma expresiva (II) 13-2-2018
Resultan verdaderamente asombrosas las complicadas abstracciones que hacemos en nuestro manejo cotidiano de formas; quiero decir, las sinuosidades y transformaciones a través de las cuales reconocemos la misma forma lógica. Consideren la semejanza de las dos manos. Pongan una sobre la mesa con la palma hacia abajo, superpongan la otra con la palma hacia arriba, del mismo modo que pueden haber superpuesto formas geométricas recortadas en la es cuela. Las manos no se parecerán en nada. Pero sus formas constituyen opuestos exactos. Sus respectivas formas se ajustan a una misma descripción, siempre que la descripción esté modificada por un principio de aplicación en virtud del cual las medidas se leen en un sentido para una mano y en otro para la otra, como un horario de trenes en que la lista de estaciones está marcada del siguiente modo: "En dirección este, lea hacia abajo; en dirección oeste, lea hacia arriba."
Así como las dos manos ejemplifican la misma forma con un principio de inversión sobrentendido, del mismo modo la lista de estaciones describe dos modos de desplazarse, indicados por la advertencia "lea hacia abajo" para el uno y "lea hacia arriba" para el otro.
Y todos podemos abstraer el elemento común en estos dos viajes, el cual es denominado la ruta. Con un pasaje de vuelta sólo podemos volver por la misma ruta. El mismo principio relaciona a un molde con la forma de la cosa vaciada en él y establece su correspondencia formal o forma lógica común.
Hasta el presente hemos considerado que sólo los objetos —pantallas de lámparas, marcos o regiones de la tierra— tienen formas. Los objetos tienen formas fijas; sus partes permanecen en relaciones bastante estables entre sí. Pero también existen substancias que no tienen formas precisas, como son los gases, la bruma y el agua, los cuales adoptan la forma de todo espacio limitado que los contenga. Lo interesante en el caso de estos fluidos amorfos es que cuando se los pone en movimiento violento exhiben formas visibles, no limitadas por ningún recipiente. Piensen ustedes en el fugaz florecimiento de un cohete que estalla, en la nube en forma de hongo de una bomba atómica, en el embudo de agua o polvo que asciende girando en un torbellino. En el instante que se detiene el movimiento, o incluso cuando aminora su velocidad hasta cierto punto, esas formas se vienen abajo y la aparente "cosa" desaparece. No se trata, pues, en absoluto de formas de cosas sino de formas de movimientos o formas dinámicas.
Sin embargo, ciertas formas dinámicas tienen manifestaciones más permanentes porque la substancia que las mueve y hace visibles es reabastecida constantemente. Una cascada parece colgar de la roca, agitando cintas de espuma. Naturalmente, en realidad nada hay allí en medio del aire; el agua pasa constantemente; pero hay más y más agua que sigue los mismos caminos, de modo que tenemos una forma duradera hecha y mantenida por su pasaje, es decir, una forma dinámica permanente. También un río apacible tiene forma dinámica; si dejara de correr se secaría o se convertiría en un lago. Hace unos dos mil quinientos años, Heráclito observó que no es posible entrar dos veces al mismo río en el mismo punto... al menos si por río se entiende el agua y no su forma dinámica, el fluir.
Cuando un río deja de correr porque el agua se desvía o se seca, queda el lecho del río, que a veces está cortado profundamente en sólida roca.
El lecho está modelado por la corriente y registra como líneas grabadas las corrientes que han cesado de existir. Su forma es estática, pero expresa la forma dinámica del río. También aquí estamos ante dos formas congruentes, como un vaciado y su molde, pero en este caso la congruencia es más notable porque existe entre una forma dinámica y una forma estática. Dicha relación es importante; y volveremos a ocuparnos de ella cuando pasemos a considerar el significado de "forma viva" en el arte.
La congruencia de dos formas perceptibles dadas no siempre es evidente por simple inspección. La forma lógica común que ambas exhiben sólo puede ponerse en evidencia cuando se conozca el principio con el cual relacionarla, como cuando comparamos las formas de las manos no mediante correspondencia directa sino mediante correspondencia de partes opuestas. Cuando las dos representaciones de la forma lógica única difieren en la mayor parte de los restantes aspectos se requiere una regla para equiparar los factores relevantes de una con los factores relevantes de la otra; es decir, se requiere una regla de traducción con la cual se muestre que un caso de la forma lógica corresponde formalmente al otro. (Susanne K. Langer, Los problemas del arte)
La obra artística como forma expresiva (I) 12-2-2018
Una obra de arte es una forma expresiva creada para nuestra percepción a través de los sentidos o la imaginación, y lo que expresa es sentimiento humano. Aquí debe tomarse la palabra "sentimiento" en su acepción más amplia, representando todo lo que puede sentirse, desde la sensación física, el dolor y el alivio, la excitación y el reposo, hasta las más complejas emociones, tensiones intelectuales o bien los tonos de sentimiento constantes de una vida humana consciente. Al enunciar qué es una obra de arte acabo de emplear las palabras "forma", "expresiva" y "creada". Se trata de las palabras claves. Sucesivamente les dedicaremos nuestra atención.
Examinemos, en primer término, qué es lo que se quiere decir, en este contexto, al hablar de forma. La palabra tiene múltiples significados, igualmente legítimos todos ellos para diversos fines; e incluso en lo tocante al arte tiene diversos significados. Por ejemplo, puede referirse —y a menudo así ocurre— a esas estructuras familiares y típicas que se conocen con los nombres de soneto, sextina o balada en poesía, de sonata, madrigal o sinfonía en música, de contradanza o ballet clásico en coreografía, etcétera. No es esto a lo que me refiero; o, mejor dicho, esto sólo constituye una parte muy pequeña de lo que quiero dar a entender. Hay otro sentido en que los artistas hablan de "forma"; por ejemplo, cuando dicen que "la forma sigue a la función" declaran que una cualidad compartida por todas las obras de arte válidas es "forma significante" o bien titulan un libro El problema de la forma en la' pintura y la escultura, La vida de las formas en el arte o En busca de la forma. Al proceder así emplean la palabra "forma" en un sentido más amplío, que por un lado está próximo al significado más común y popular, a saber, nada más que la forma de una cosa y, por otro lado, está próximo al significado nada popular que tiene la palabra en el campo científico y filosófico, en el cual designa algo más abstracto. "Forma" en su sentido más abstracto equivale a estructura, a articulación, a un todo que resulta de la relación de factores mutuamente dependientes o, con más precisión, el modo en que se reúne el conjunto o todo.
El sentido abstracto, que a veces es llamado "forma lógica", está incluido en la noción de expresión, al menos el tipo de expresión que caracteriza al arte. Por esto ocurre que cuando los artistas hablan de lograr la "forma", emplean la palabra con una connotación algo abstracta, incluso cuando hablan de un objeto artístico visible y tangible en que dicha forma está presente.
El concepto más recóndito de forma deriva, por supuesto, del concepto ingenuo, esto es, la forma material. Quizá el modo más sencillo de captar la noción de "forma lógica" consiste en ver de dónde deriva. Consideremos el tipo de forma más evidente, la forma de un objeto, por ejemplo de una pantalla de lámpara. En cualquier tienda grande encontrarán ustedes un vasto surtido de pantallas para lámparas, en su mayor parte de un gusto atroz, y lo que es atroz es por lo común su forma. Entonces ustedes escogen la menos hiriente, quizá hasta buena, pero se percatan de que el color, pongamos por caso violeta, no hace juego con el cuarto; de modo que proceden a buscar otra pantalla de la misma forma pero de diferente color, quizá verde. Al reconocer esta misma forma en otro objeto, que es posiblemente de otro material así como de otro color, ustedes han abstraído, con toda naturalidad y facilidad, el concepto de esta pantalla de su impresión concreta de la primera pantalla. En seguida puede ocurrírseles que esta pantalla es demasiado grande para su lámpara; y entonces preguntan si tienen esta misma pantalla (con lo cual quieren decir una pantalla de la misma forma) en unas medidas más pequeñas. Y el empleado entiende lo que ustedes preguntan.
Pero, ¿qué es lo mismo en la gran pantalla color violeta y en la pantalla verde chica? Nada más que las ínterrelaciones entre sus respectivas dimensiones diversas. No son "la misma" ni siquiera en sus propiedades espaciales pues ninguna de sus dimensiones concretas son iguales; pero sus formas son congruentes. Sus factores espaciales respectivos están reunidos del mismo modo, por lo cual ejemplifican la misma forma. (Susanne K. Langer, Los problemas del arte)
El ser estético de la obra de arte (y V) 9-2-2018
La belleza supera la realidad. Sin embargo, únicamente puede subsistir en la medida en que la realidad, que es el sostén de ella, exista y esté presente. El interés de lo bello en lo real es esencial. La pérdida de ese interés significaría la anulación de la obra de arte.
Desde luego que el hecho de que el ser estético no pueda abolir la realidad efectiva de la obra de arte, no debe llevarnos al error de creer que exista un carácter de lo bello que absorba la realidad, o que hasta la destruya, y que perdure aún en el trascender estético. Claro está que se verifica esta dispersión o destrucción de la realidad en aquella esfera de la obra de arte relativa al contenido, al tema. En la esfera de la temática de la realidad, la zona de la mimesis, de la imitación, es extremadamente delicada cuando los rasgos estéticos determinan las formas sensibles, materiales, y, en consecuencia, la ordenación y la expresión suelen complacerse fácilmente en resolver los contenidos, que simulan un mundo dado, como objetos estéticos puros. Así como la belleza vela o dispersa la realidad del mundo representado, éste, a su vez, puede velar o dispersar la belleza de la obra de arte. No siempre los modos del ser que aquí desempeñan un papel —esta es, la realidad y la correalidad— son modos conciliables. Pero todo esto nada tiene que ver con el ser real de la obra de arte como tal.
La expresión belleza —que empleamos primariamente sólo como concepto general para designar todos los atributos con los cuales caracterizamos lo positivamente estético— se comporta en consecuencia como modalidad que abraza la condición particular del ser de las obras de arte. (Así como en la mecánica clásica la expresión realidad caracteriza, de manera general, el ser de los rasgos distintivos físicos.) Lo que está presente lo está a su manera. El mundo físico está realmente presente. El mundo estético no sólo está realmente presente, sino que, además, se remite a un nuevo modo de ser. La diferenciación del ser tiene una extensión estética. La estética, en el estricto sentido de la palabra, es un análisis del ser que se hace patente en las obras de arte. (Max Bense, en Estética)
El ser estético de la obra de arte (IV) 8-2-2018
Este modo significa en primer término que, si bien puede tenerse la idea y la representación de una obra de arte, idea y representación, empero, sólo atañen a los elementos reales y al tema de la obra, pero no a la condición estética misma. El ser estético de la obra de arte nunca existe imaginativamente. El ser estético no se da, pues, en la condición de la coidealidad, sino sólo en la condición de la correalidad. La concepción de su obra, que el artista posee antes de comenzar el trabajo, no se refiere a la belleza de esa obra, sino sólo a los medios, a los elementos reales mediante los cuales nace y se hace perceptible lo bello.
No existe ninguna representación de lo bello; sólo se trata de su producción y de su percepción. Aun la belleza de una idea —belleza de la que ocasionalmente se habla— se atiene en su claridad por entero a la materia, al contenido de la idea. La propia idea llena la conciencia y únicamente cuando ha ocupado allí su lugar y existe allí de manera apreciable, puede percibirse en ella la belleza. Si en la visión del objeto prescindimos de aquel que posee la idea, otro podrá percibir la belleza de esa idea únicamente si ella está expresada; pero entonces ya no se hallará en la condición de la idealidad.
Lo bello es, pues, aquello en lo cual la obra de arte supera, trasciende la realidad. Mas este trascender no es ni un acto ético ni un acto religioso, sino exclusivamente un acto estético. Aquí la trascendencia no supone un prescindir de la realidad, una eliminación de la condición sensible, material de la obra de arte. Lo que sí queda eliminado, terminado, es tan sólo la primera fase de la obra, esto es, la génesis; por el contrario, el trascender en el sentido estético significa precisamente que la obra arrastra consigo su realidad. La belleza de un verso —blüht nicht zu früh ach blüht erst, wenn ich komme— será perceptible sólo cuando ese verso exista y este presente con su ritmo, su métrica, sus sílabas, palabras, metáforas, resonancias, etcétera. La belleza, empero-, no coincide con esta realidad, sino que va más allá de ella. (Max Bense, en Estética)
El ser estético de la obra de arte (III) 7-2-2018
La expresión es nueva. Verdad es que Oskar Becker habla en su Sistema formal de las modalidades ontológicas, de Mitmöglichkeit (coposibilidad) y de Mitnotwendigkeit (conecesidad), así como de sus formas negativas. Pero Becker no presenta el concepto de correalidad; con el término coposibilidad designa la existencia matemática en el sentido del operar sin contradicciones de un teorema dentro de una teoría matemática. O. Becker encuentra conecesidad en la existencia matemática constructiva, por ejemplo en el sistema del cálculo de un determinado número primo. En un sentido riguroso, en el campo de la matemática no hay correalidad. Las relaciones matemáticas no necesitan una construcción categóricamente real. Con toda razón, O. Becker ha hecho notar que hay dos clases de existencia matemática: la ideal o abstracta y la constructiva o intuitiva, y que la primera se caracteriza por la coposibilidad y la segunda por la conecesídad. Desde luego que aquí la conecesidad no enuncia nada sobre la correalidad. En la esfera de las obras de arte no ocurre lo mismo. Es propio de la esencia de las obras de arte el que el objeto estético tenga necesidad del objeto real para ser y para ser percibido. El ser estético es ser correal. También la expresión "realidad estética", que introdujo Lipps, puede definirse mediante el modo de la correalidad.
Algunas conclusiones
De este concepto de correalidad de las obras de arte se sacan algunas conclusiones que merecen tenerse en cuenta.
Ya hicimos notar antes que, así como la realidad es el modo del ser de la naturaleza, la belleza constituye la modalidad decisiva de la obra de arte. Belleza es el término que la estética reserva para designar el concepto ontológico de la correalidad. La correalidad es, pues, el correlato ontológico de la condición estética, que se caracteriza por el concepto de belleza. El. término estético belleza está determinado, en el plano teórico del ser, por el concepto ontológico de correalidad. De manera que la definición y el análisis de lo bello tienen por finalidad una indagación de la correalidad.
(Max Bense, en Estética)
El ser estético de la obra de arte (II) 6-2-2018
¿Qué significado tiene esto a los efectos de la situación de los objetos estéticos en el ser? ¿Qué modalidad les corresponde? ¿En qué grado los objetos estéticos pueden caracterizarse como meros objetos? ¿Qué podemos predicar de ellos, sin que antes los hayamos caracterizado con precisión? Desde luego que su estudio no puede comenzar sino con el supuesto de la existencia de las obras de arte.
Los objetos estéticos están dados por las obras de arte. La obra de arte no es algo que se desarrolle por sí misma en un acaecer, sino algo creado, algo hecho, algo producido. En este sentido, las obras de arte tienen realidad, materia, espacio y tiempo. Su realidad es la condición necesaria, si bien no suficiente, para que la obra de arte pueda ser objeto de percepción esté- tica y de juicio estético. Los sujetos estéticos requieren la realidad de las obras de arte. Pero éste no es su único requerimiento.
Al establecer esta proposición ya hacemos uso de un modo del ser, el de la realidad, para caracterizar la situación del objeto estético en el ser. En efecto, para realizar una descripción ontológica, con referencia al ser, no alcanzan otros medios, como por ejemplo el de las categorías, desde las de Aristóteles hasta las de Nicolai Hartmann. Desde luego que las propiedades de las categorías pueden aplicársele, pero no alcanzan. La teoría clásica de los modos del ser, que distingue entre necesidad, realidad y posibilidad, así como entre sus formas negativas, se aproxima mucho al ser peculiar de la obra de arte y de los objetos estéticos. Cuando se trata sólo de cuadros realmente pintados y que pueden contemplarse, o cuando se trata sólo de poemas realmente compuestos, pero cuadros y poemas que superan las realidades en virtud de las cuales ellos son, es decir, que son algo más que ellas, hablamos de la correalidad de las obras de arte y de la correalidad de los objetos estéticos. Designaremos al modo del ser de las obras de arte, y por lo tanto al modo del ser de los objetos estéticos, con la expresión correalidad. (Max Bense, en Estética)
El ser estético de la obra de arte (I) 5-2-2018
La correalidad de las obras de arte
Si tiene sentido, pues, hablar de un objeto estético, éste es el que se manifiesta con un poema, con un cuadro, con una escultura, con una frase musical, etcétera, y que está indudablemente caracterizado por la propiedad de nacer por obra de la determinada actividad de un determinado ser humano. Esto es, por el hecho de que antes no existía ni aun en la idea, ni en la representación apreciable, pues nace como intento, como experimento, y en modo alguno como traducción en la materia de algo imaginado. Aquí no se trata de un acaecer propio, como ocurre en la naturaleza, sino de una creación, sólo que de una creación que de pronto se interrumpe y declara la obra terminada.
Aun la condición de fragmento de la obra de arte no desmiente esta declaración. La creación es una auténtica producción; una "fijación" —en el genuino sentido de la palabra— de lo que fue percibido como obra de arte, como objeto estético. En un concepto riguroso, que se refiere a un ideal que debería hipostasiarse, todas las obras de arte se hallan en el estado de fragmento o de torso.
El ideal de la obra de arte, ideal del que se habla en contraposición a su realidad, es una expresión con la cual se da por sentado que la genuina creación es un proceso cuya prosecución, cuyo fin es siempre problemático. Sobre todo tratándose de obras de arte; y cuando juzga nuestro gusto y no nuestra percepción solemos subordinar la idealidad a la realidad. En la estética es inadmisible semejante subordinación. Nos contentamos con admitir que la creación de la obra de arte sólo interesa en la medida en que se satisfaga la percepción estética, en que el objeto estético se haga visible, y suponiendo que todo lo demás acaso no sirva sino para adornar u ocultar el objeto estético.
El carácter de único en el tiempo de una obra de arte, el carácter irrepetible de su génesis, son una consecuencia del hecho de que el nacimiento de una obra de arte corresponde a la percepción de un objeto estético que con ella se hace visible y que con ella se elaboró experimental, sintéticamente. (Max Bense, en Estética)
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