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Tripas revueltas. La muerte y el asco kantiano en la obra de Teresa Margolles (y II)                                                                                                             15-6-2018

En el comienzo de Crítica del  Juicio, Kant menciona que cuando uno emite un juicio estético  (reflexionante),  lo hace desde  una distancia  contemplativa.  Pero  lo  repugnante cancelaría toda distancia (se impone contra lo cual nos debatimos con violencia) por lo que también cabría preguntarse si habría juicio o si más bien, el asco precede a todo juicio.

 

Por  otro  lado,  de  acuerdo  al  pensador  de Königsberg,  frente  a  lo  asqueroso,  hay  una destrucción  total  de  la  complacencia  estética.  Se  nos  impone  y  lo  rechazamos violentamente, nos repele sin dejar posibilidad al gozo. Diferente a lo que ocurre frente a lo sublime que, al exponer los límites de la razón, provoca excitación e inquietud (una suerte de “placer negativo”, una mezcla de placer y displacer); el cuerpo expuesto brutalmente por Teresa Margolles nos repele, y aquí el goce es cancelado.

 

Además, no sólo habría una supresión de toda distancia entre objeto y sujeto, sino que tampoco habría lugar seguro (como sí ocurre ante la apreciación de algo sublime). Sin embargo,  aquí  se  podría  objetar  que  ante  una  fotografía  de  un  cadáver  como  en Autorretratos en la morgue, estamos a salvo. No somos nosotros los muertos, sino aquel que yace a cientos de kilómetros. Distanciados por tiempo y espacio, ni siquiera hemos tenido contacto con el muerto, sólo a través de su imagen. Sin embargo, no estaríamos a salvo de la afección revulsiva.

 

 Lo asqueroso implica una suerte de fusión con el objeto, como si se hablase de lo asqueroso como inherente al objeto. Esto representaría un aspecto muy diferente al juicio reflexivo (o subjetivo) que plantea Kant en la Crítica del Juicio, en donde la belleza o fealdad no está en el objeto sino más bien depende de la reflexión del sujeto.

 

Una  última  cuestión  para  agregar  sería  que  frente  a  aquello  que  atenta  contra  nuestra supervivencia, al ser fuente de peligro, el terror kantiano conduce al auxilio de la razón que nos proporciona la idea de lo sublime y así, nos permite “dominar el objeto”. Diferente al terror  burkeano que  nos saca de  la somnolencia  y  nos  paraliza.  Ante  aquello que nos produce  asco,  y  amenaza  radicalmente  nuestra  condición  de  individuos,  nuestros mecanismos más extremos de defensa son la náusea o el vómito. Es decir, esta afección (juicio o no) conlleva un malestar fisiológico que contorsiona el cuerpo del espectador.

 

Según Menninghaus, el asco que penetra ya sea por la nariz, por la vista o el intelecto, afecta  a todo nuestro sistema nervioso. “Everything  seems at risk  in the experience of disgust. It is a state of alarm and emergency, an acute crisis of self-preservation in the face of an unassimilable otherness (...)” menciona el autor en su libro “Disgust” (2003). Varios autores  (Menninghaus,  entre  ellos  y  Kolnai  también)  coinciden  en  que  el  cuerpo  en descomposición es el emblema de lo asqueroso; de la amenaza. Amenaza ante una otredad (que bien podríamos ser nosotros en el futuro) que no queremos cerca para nada y que sin previo aviso toma posesión nuestra. Se trataría, por ende, de una experiencia espontánea que bordea entre un acto consciente e impulsos inconscientes. Esta sensación de disgusto, si bien depende del juicio estético de gusto,  lo  trasciende,  planteando  de  esta  manera  un  juicio  moral,  estético  y  dietético (Menninghaus, 2003). En otras palabras, en ocasiones el asco, unifica facultades prácticas, teóricas y estéticas.

 

Pasando  por  Kant,  por  Nietzsche  (que  plantea  al  asco  como  una  “revaluación  de  los valores”), por Freud (que relaciona el asco a impulsos libidinosos de antaño que han sido reprimidos  por  la  civilización)  y  por  Bataille  (que  retoma  a  Nietzsche,  celebrando  lo trasgresor como un medio de liberación), el autor postula que el asco es un verdadero y directo modo de liberar tensión reprimida. En suma, teniendo en cuenta a Kolnai (1929), el autor rescata la atracción o ambivalencia ante el disgusto que en torno a la muerte, podría relacionarse con algo que nos atrae por resultarnos misterioso.

 

Ahora bien ¿se pueble hablar de lo asqueroso en el arte? Según Kant, la fealdad que inspira asco es irrepresentable en el bello arte. Si bien el arte y su operación mimética hacen de la fealdad  algo  más  admisible  y  no  repudiable,  lo  asqueroso  no  podría  ser  representado bellamente porque suprime toda mediación.

 

Claro que conceptualizar el arte como algo que sólo debe ser bello (y que, por ende, debe generar placer) es insuficiente a la hora de comprender la obra de Teresa Margolles (y por supuesto, gran parte del arte contemporáneo). El “realismo tanático” de Margolles, que bien podría rastrearse largamente en la historia del arte, no tiene por búsqueda la belleza sino la denuncia política.

 

La filósofa María Cristina Ares, al analizar este caso, si bien no considera el concepto de “asco”, descarta lo “sublime kantiano” ya que deja de lado el problema del cuerpo. En cambio, propone analizarlo bajo lo “sublime marxista”. Para la autora, el “arte mortuorio” funcionaría  como  recordatorio del  cuerpo  desintegrado  y  reprimido  que el  capitalismo quiere callar; el cuerpo como metáfora del sistema de producción. Análisis que viene en sintonía con lo postulado por Philippe Ariès: “La muerte, antaño presente y familiar, tiende a ocultarse y desaparecer. Se vuelve vergonzosa y un objeto de censura” (Ariès ; 2000, 83-89)  en las sociedades  industriales que normativizan la felicidad.  Se  restituiría con  este proceder,  aquello  que  es  considerado  tabú,  monstruoso,  abyecto  por  la  “racionalidad clásica” (que jerarquiza lo bello sobre lo feo, según la autora), para ubicarlo en el lugar de la resistencia.

 

A modo de conclusión, podríamos decir que la serie de fotografías Autorretratos en la morgue  de  Teresa  Margolles  exhibe  lo  desagradable  de  la  materia.  Nos  conecta directamente con la muerte hecha carne invadiéndonos, asqueándonos y revolviéndonos las tripas. El cuerpo en descomposición, máximo referente del asco, nos repele, pero desvela en el caso de Margolles, algo que pocos están dispuestos a mostrar.   (Lucía Arturi, “Tripas revueltas. La muerte y el asco kantiano en la obra de Teresa Margolles”)

Tripas revueltas. La muerte y el asco kantiano en la obra de Teresa Margolles (I)                                                                                                                  14-6-2018

 

Frente a sus ojos se encuentra un cadáver. El cuerpo sin vida de un niño cuya identidad es desconocida. Uno más de tantos cadáveres que se acumulan sin ser reclamados en las morgues mexicanas. La mujer que lo sostiene entre sus brazos (como si se tratase de La Piedad de Miguel Ángel) es la artista mexicana Teresa Margolles. Ella, junto al colectivo de  artistas  SEMEFO  (Servicio  Médico  Forense),  denuncia  desde  los  años  noventa,  la violencia que  ha  perpetrado  el  narcotráfico  en  este país.  Sirviéndose del  cuerpo como material para sus obras ha hecho de la morgue su taller.

 

Habiendo  estudiado  para médica  forense,  la  artista  se  vincula  directamente  con  lo escatológico. Reactivadora de restos, trabaja con sangre derramada en la calle tras una balacera, la grasa sobrante de los cuerpos en la morgue, sus ropas, o incluso sus partes (una lengua, por ejemplo). Particularmente, en la serie fotográfica Autorretratos en la morgue (1998), el cadáver exhibido en primer plano se presenta de manera cruda, sin ningún tipo de mediación  o  atenuante.  Está  ahí  para  perturbarnos  como  parte  de  una  experiencia desestabilizante. La exposición de lo orgánico desprendido de cualquier espiritualidad o abstracción.

 

Lo cierto es que no estamos acostumbrados a ver cadáveres. La serie de Margolles puede herir nuestra sensibilidad. Revolvernos las tripas. Generarnos rechazo, terror o...asco. Es en el asco, esta “extraña sensación”, como alguna vez la describió Immanuel Kant, que nos concentraremos en el presente trabajo. Sin embargo, valdría hacer un paréntesis primero para adentrarnos en un concepto relacionado a esta afección: la fealdad.

 

Por lo general, se ha definido lo feo como contrario a lo bello. Si en la estética clásica la belleza tenía como características la armonía y la proporción (teniendo como guía y regla a partir del siglo IV a.c. el canon de Policleto), la fealdad era su opuesto. Para Platón, por ejemplo, no cabrían ideas de cosas inmundas (como el fango y los pelos) en su mundo inteligible. Por ende, lo feo sólo existiría en el mundo sensible. Es más, se asoció por mucho tiempo (como también durante la Escolástica) la belleza con la bondad por lo que habría cierta superioridad moral de la belleza frente a todo lo que representara lo feo.

 

En el primer tratado de estética sobre la fealdad, Karl Rosenkranz (1853) continúa con esta analogía entre lo feo y lo malo y, a su vez, realiza un análisis más minucioso sobre los tipos de fealdad. Coincide con Lessing (1766) en la dificultad de representar artísticamente lo que provoca repulsión. Menciona que el arte no puede aceptar la fealdad repugnante y aborrecible sin más ni representarla de manera autónoma sino más bien, en relación a lo bello como parte de un todo. Para este autor, la fealdad no tiene existencia por sí misma, sino que es un concepto relativo a lo bello.

 

Respecto a lo muerto, concuerda con Lessing también en que la muerte no es horrorosa. Sí lo es la situación que nos conduce a la muerte. Ante la representación del cuerpo de Cristo, que bien podría ser la muerte más representativa de occidente, menciona que su cuerpo destrozado posee una “atracción mágica” por la contradicción de ver de esa manera al redentor de la humanidad.  Sin embargo, puntualiza que la muerte puede embellecer al hombre.  Esto se entiende  si se tiene en cuenta que durante el romanticismo, según el historiador Philippe Ariès, el muerto no era deseable pero sí admirado por su belleza. Immanuel Kant en la Crítica del Juicio (1790) señala que la muerte puede representarse bellamente  en  el  “arte  de  genio”.  El  artista  que  posee  un  talento  innato  sólo  puede representar el deceso por alegoría y no directamente:

 

“El  arte  escultórico  [...]  ha  excluido,  de  sus  figuraciones  la  representación inmediata de objetos feos y, en cambio, se ha permitido representar, por ejemplo, la muerte (en un bello genio), el valor guerrero (en un Marte), a través de una alegoría o de atributos que se destacan placenteramente.” (Kant; 1992, 189s)

 

Incluso  devastaciones,  enfermedades  y  la  guerra  (“nocividades”  como  las  llama  Kant) pueden ser representadas bellamente. Sin embargo, para Kant, si algo feo era representado directamente,  produciría  asco...  ¿pero  qué  es  el  asco?  En Observaciones  sobre  el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764), Kant afirmó que “Nada se contrapone más a lo bello que el asco”   y seguidamente, en el pasaje 48 de Crítica del Juicio donde nos detendremos, Kant describe el asco como una especie de fealdad que suponemos excesiva:

 

“[...]   sólo   una  especie de  fealdad no  puede    ser  representada conforme con  la  naturaleza sin  echar    por  tierra   toda   complacencia estética y,  con  ello,   la  belleza    artística:  es   la   fealdad  que   inspira    asco    (Ekel).  Pues    debido     a  que   en   esta   extraña  sensación (sonderbaren [...]  Empfindung),que   descansa  en   la  imaginación neta, el  objeto    es  representado, por  decir   así,   como   si  se  impusiera al   goce, contra     lo   cual,    no   obstante,  nos   debatimos  con   violencia,  así   la  representación artística del  objeto    no  se  distingue ya  en  nuestra sensación de  la  naturaleza de  este   objeto,    y es  entonces  imposible que  ésa  fuera   tenida    por  bella.” (Kant; 1992, 189s).

 

Entonces, si lo sublime pone en conflicto las facultades (la imaginación y la razón), el asco, “esa  extraña  sensación”,  descansa  en  la  imaginación  neta.  Es  decir,  es  algo  que  nos figuramos. Nos imaginamos consumiendo la cosa, ingiriéndola, como si la tuviésemos en la boca. Nos invade. Podríamos pensar que no encontramos límite entre nosotros y el afuera entre el sujeto y la cosa. Se trata de una completa amenaza. Es más, con lo asqueroso, no podríamos discernir realidad de ficción ya que nuestra imaginación nos lo hace ver como real.   (Lucía Arturi, “Tripas revueltas. La muerte y el asco kantiano en la obra de Teresa Margolles”)

Centenario de Dada. Dadaglobe Reconstructed (y III)                                                                                                13-6-2018

 

Las razones por las cuales el proyecto no fue llevado a su fin no están esclarecidas. ¿Carencia de medios económicos? ¿Disputas internas entre los dadaístas? ¿Dogmatismo? Los anales de la historia del arte moderno recuerdan por su parte que el rápido distanciamiento de la vanguardia parisina de Tzara –de quien entre otros los dadaístas en la capital alemana, uno de los bastiones más radicales de la tendencia, también tomaron distancia– fecundó en el surrealismo. En un artículo para Le Journal de Peuple de febrero de 1922, André Breton –tras el entusiasmo inicial con la llegada de Tzara a París en 1919– acusó al promotor y manager del movimiento Dada de “impostor ávido de publicidad”. En el Congreso Internacional de Dadaístas y Constructivistas celebrado en Weimar en 1922, evento con el que se suele marcar el fin del dadaísmo, Tzara no se eximió de declarar cual promotor consiente de la extinción de su “empresa” la esencia transformadora e inextinguible del dadaísmo: “Dada es un estado mental. Es por eso que se transforma de acuerdo a carreras y eventos. Dada aplica en sí a todo, y sin embargo, no es nada, es el punto donde el sí y el no, y todos los opuestos se encuentran, no sólo en los castillos de las filosofías humanas, pero de manera muy sencilla en las esquinas, como los perros y los saltamontes”.

 

Con la subasta de los archivos de Tzara cinco años después de su fallecimiento en 1963, los documentos históricos de Dadaglobe se esparcieron por el mundo, y con ello cientos de páginas de incalculable valor para la historia del arte del siglo XX. Cien años después del surgimiento de la vanguardia histórica, en un momento en el que la radicalidad del dadaísmo se ha institucionalizado por completo, la historiadora de arte Adrian Sudhalter retoma el nunca concluido proyecto con la pretensión de llevarle a término. Se trata de una investigación exhaustiva que no sólo reúne las páginas existentes, sino también inspecciona las observaciones que Tzara anotó respecto a la distribución de las contribuciones y el diseño general de la antología. Finalmente, en 2016, el Kunsthaus Zürich en cooperación con el MoMA de Nueva York se honra en publicar con ocasión del centenario del movimiento el ambicioso proyecto acompañándole de una cuidadosa muestra en ambas ciudades en la que se puede apreciar la radicalidad histórica del dadaísmo.

 

Si bien Dadaglobe Recontructed representa un aporte apenas mensurable a la historia del arte del siglo XX al sacar a la luz pública documentos y obras de arte dispersos en archivos y colecciones privadas generando así un contexto para su interpretación y análisis, sus pretensiones no dejan de suscitar ciertos interrogantes. Pues si por un lado la posibilidad de la cognición del pasado desprovista de una reflexión crítica de la perspectiva histórica del presente constituye en sí una construcción, el propósito de reconstruir una intención inmersa en el pasado, por otro lado, disloca la relación fundamental de un sujeto con su manifestación histórica. Concluir un proyecto ajeno inconcluso valiéndose de la plausibilidad de su constitución representa una falsificación, independiente de si se trata de un artefacto o proceso colectivo, pues la dinámica de sus actores también reviste una función generativa. La legitimidad de tal pretensión yace en la estética, en la medida en que la reconstrucción no pretenda ser su referente inconcluso, como es el caso de Dadaglobe Recontructed. El caso contrario constituye un fraude. En este sentido, la pretensión académica del proyecto –que es su motivo original– pierde rigor en su realización estética, que es la impresión de tratarse de Dadaglobe. A pesar de ello, no son la implicaciones teóricas envueltas en la producción de la antología las que llaman la atención en un primer instante, sino la sugestión de homogeneidad que, en esencia, es la consumación del impulso anti-dadaísta del dadaísmo.  (Alejandro Perdomo Daniels, Centenario de Dada. Dadaglobe Reconstructed, en Artishock)

                   

Centenario de Dada. Dadaglobe Reconstructed (II)                                                                                                    12-6-2018

 

Mientras las acciones que el grupo llevaba a cabo en el cabaré ponían en evidencia de manera performativa la trivialidad e impotencia del aparato de la cultura en la sociedad burguesa –introduciendo así una nueva forma de producción artística-, su organización como tendencia comenzó a perfilarse a través de panfletos y publicaciones que no sólo servían de plataforma para sus ideas y para la experimentación en un formato específico, sino también como medio de difusión con enfoque internacional. Así, en 1917, tras un año de actividades del cabaré, la publicación de la revista de número único Cabaret Voltaire (1916), y el forzado cierre de la taberna, el poeta rumano Tristan Tzara (Moinesti, 1896-1963), buscando propagar las ideas de movimiento, lanzó como editor la revista de arte y literatura Dada con contribuciones de miembros y simpatizantes de la tendencia –una actividad que le permitió a Tzara perfilarse como promotor central del “Dadaísmo”.

 

El recurso de los medios de comunicación de masas como espacio de distribución y producción estética generó un canal sin precedentes que avistaba una transformación en el carácter general del arte: no sólo señaló una fragmentación en la unidad tradicional de la obra de arte y su anclaje en la sociedad –indicando así un desplazamiento en el modo de percepción del mundo, sino también instauró una estética colectiva emancipada de los constreñimientos del aura. Como canal experimental y anti-jerárquico, las publicaciones de la tendencia cristalizaron el concepto Dada expreso en la individualidad y subjetividad de sus simpatizantes. La revolución en curso se reflejó tanto en la multitud de manifiestos que proclamaban el espíritu de protesta, la negación de la razón, y un nuevo orden estético “anti-arte”, así como en las innovaciones formales y visuales posibles en el diseño de páginas –lo que estimuló el desarrollo del collage, el foto-montaje, el uso experimental de la tipografía, así como técnicas de publicidad y eslóganes.

 

Con el fin de la guerra, el desplazamiento de los principales dadaístas de Zúrich, y el surgimiento de nuevos centros Dada en París, Berlín, Colonia, Dresde, Hannover, y Nueva York, comenzó una nueva época para el Dadaísmo. El año más productivo del movimiento, 1920, marcó a su vez el inicio de su disolución. Una disolución inevitable considerando el carácter anti-programático de su programa. Pues Dada era una actitud, no una doctrina estética, una escuela académica o antiacadémica, o una normatividad. Nada más contradictorio que la pretensión de alinear el caos, de convertirle en movimiento artístico o literario, de institucionalizar la anti-institucionalidad. A pesar de ello, Tzara como promotor de la tendencia concibió en 1920 la publicación de una antología canónica del Dadaísmo, un proyecto monumental que habría de salir a la luz en la editorial parisina La Sirène en 1921: Dadaglobe. Éste pretendía definir en más de 300 páginas los contornos del Dadaísmo, compilando trabajos de sus representantes dispersos por todo el mundo. Planeada en una edición de 10.000 ejemplares, la antología aspiraba reunir más de 200 contribuciones de 50 artistas que Tzara invitó a participar oficialmente mediante carta con el encabezado “Movimiento Dada”. Los trabajos solicitados para la antología debían corresponder –según precisó Tzara en acto anti-dadaísta puro– los géneros “dibujo”, “autorretrato fotográfico”, “reproducción fotográfica de una obra”, y “diseño de página”.

 

La antología jamás fue publicada. Sorprendentemente, de los 50 artistas invitados a participar, 40 respondieron a la convocatoria. Una reacción que da cuenta tanto del convencimiento en una posibilidad estética renovadora, como de la necesidad de intercambio en una Europa desmembrada por las consecuencias políticas y sociales de la guerra. Las contribuciones, como era de suponer, proclamaban la actitud de vanguardia de sus creadores, entre los que figuraban Louis Aragon, Hans Arp, Johannes Baader, Johannes Baargeld, Constantin Brancusi, André Breton, Jean Cocteau, Jean Crotti, Marcel Duchamp, Suzanne Duchamp-Crotti, Max Ernst, George Grosz, Raoul Hausmann, John Heartfield, Hannah Höch, Francis Picabia, Man Ray, Kurt Schwitters, y Sophie Taeuber. Muchos de los aportes, sin embargo, no sólo obvian la normatividad propuesta por Tzara, sino también permiten entrever un distanciamiento del “Movimiento Da-da”.    (Alejandro Perdomo Daniels, Centenario de Dada. Dadaglobe Reconstructed, en Artishock)

                   

Centenario de Dada. Dadaglobe Reconstructed (I)                                                                                                      11-6-2018

 

“Gadji beri bimba glandridi laula lonni cadori / gadjama gramma berida bimbala glandri galassassa laulitalomini […]”. Con tales estrofas inauguró el escritor y poeta alemán Hugo Ball (Pirmasens, 1886-1927) un recital el 23 de junio de 1916 en el cabaré que él junto a Emmy Hennings (Flensburg, 1885-1948) había fundado en Zúrich unos meces atrás, exactamente el 5 de febrero de 1916. En medio de la Primera Guerra Mundial, Ball, vestido como obispo con sayo y mitra cubista y en rígida solemnidad, dio en recitar, renunciando a todo sentido semántico, un texto poético sin contenido representacional alguno ni referentes extrínsecos. Ball, igual que cientos de exiliados y emigrantes, había encontrado refugió un año atrás en Suiza dada la neutralidad del país. En este contexto marcado por el fracaso de la razón y el lenguaje, numerosos intelectuales, artistas, pacifistas, anarquistas y opositores políticos encontraron en Suiza una fructuosa posibilidad de intercambio y resistencia cultural. Una posibilidad que la taberna de artistas de Ball y Hennings, el Cabaret Voltaire, canalizó generando una de las revoluciones artísticas de mayor envergadura de los últimos cien años.

 

Poco después de su fundación, el Cabaret Voltaire consiguió establecer un circulo de simpatizantes, intelectuales y artistas de diferentes nacionalidades, que a la sinrazón de la época opusieron su potencial creativo en forma de sinrazón estética. Entre éstos figuraban Hans Arp, Richard Huelsenbeck, Tristan Tzara, Marcel Janco y Sophie Taeuber. Sus actividades incluían formas experimentales de expresión manifiestas en acciones tales como lecturas, recitales, conciertos, espectáculos teatrales y de danza, actividades explícitamente desinhibidas de la normatividad cultural de la época, que proclamaban sin concesión alguna el gesto de la insurrección. En las paredes del cabaré retumbaba tal gesto con obras de artistas de vanguardia apenas conocidos: Arp, Picasso, Kandinsky, Macke, Marinetti, Modigliani, entre otros.

 

La revolución cultural que se gestaba en el recinto fue acogida, sin embargo, con escepticismo y desconfianza por parte de los periódicos y la sociedad burguesa, a pesar de lo cual Ball, en plena convicción de sus ideales, persistió impertérrito en la labor del cabaré. En una entrada en su diario el 16 de abril de 1916, Ball consignó en pocas palabras la dimensión política y cultural de su disidencia: “Nuestro cabaré es un gesto. Cada palabra pronunciada o cantada aquí dice cuando menos una cosa, que este humillante tiempo no ha conseguido ganarnos respeto. ¿Que sería respetable o imponente en él? ¿Sus armas? Nuestro ruido las ahoga. ¿Su idealismo? Él hace tiempo se ha convertido en objeto de burla en su edición popular y académica […]”.

 

En el contexto de sus acciones en la primavera de 1916 surgió una denominación programática de aquello que perseguían los simpatizantes del cabaré: Dada. Un concepto que Richard Huelsenbeck (Frankenau, 1892-1974), una típica noche en los recintos del lugar, expuso cual manifiesto en los siguientes términos: “Hemos decidido aunar nuestras diversas actividades bajo el nombre Dada. Nosotros encontramos Dada, somos Dada, y tenemos Dada. Dada fue encontrado en un diccionario, y no significa nada. Es la significativa Nada en la que nada significa algo. Queremos cambiar el mundo con Nada, queremos cambiar la poesía y la pintura con Nada, queremos finalizar la guerra con Nada”. Tales palabras evidencian que la postura del grupo –como posteriormente anotó el sociólogo de arte alemán Peter Bürger– no consistía en una forma de crítica relativa a las necesidades del sistema del arte, dirigida a las tradiciones estéticas que le preceden, sino en una crítica auto-reflexiva que cuestiona la noción misma de arte y cultura en su contemporaneidad, una crítica contra la institución de la cultura en su manifestación histórica. (Alejandro Perdomo Daniels, Centenario de Dada. Dadaglobe Reconstructed, en Artishock)

                   

El indigenismo del s. XX (y V)                                                                                                                                                8-6-2018

El más destacado de esos pintores era Saturnino Herrán, el autor de Nuestros dioses (1916-1918), obra ambiciosa, de figuras concebidas, todas, a una escala mayor que el natural. Herrán tuvo un débil continuador en el Xavier Guerrero que en 1921, en Ciudad de México, expuso figuras indígenas en poses coreográficas algo excesivas, como las que pueden verse en ‘Humanidad’ y ‘Un guerrero azteca’, pinturas que no fueron bien recibidas por algunos entendidos, debido a que se detectó en ellas una "influencia francesa que desvía por completo su natural tendencia a la ejecución fácil y enérgica." La influencia que se le reprochaba a Guerrero provenía de una tardía y mala asimilación del art nouveau, y su solo enunciado era una expresión del replanteamiento americanista en curso. Saturnino Hlerrán y Xavier Guerrero ilustraban temas indianistas con más voluntad anecdótica que empeño plástico y con más interés en el prurito de ceñirse al modelo estético importado que a la honda satisfacción de crear o recrear modelos propios. Se repetía la fracasada experiencia de Luis Montero, José María Obregón, Félix Parra. Leandro lzaguirre y Rodrigo Gutiérrez en el siglo XIX, pero con la novedad de que las soluciones art nouveau estaban reemplazando las soluciones neoclásicas y academicistas de las generaciones anteriores.

 

Si comparamos a Saturnino Herrán con sus contemporáneos, éste sobresale ampliamente porque en ‘Nuestros dioses’ supo sustraerse al cuadro de historia para plasmar una imagen sugerente por sus innegables proyecciones simbólicas, simbolismo que pudo concebir con absoluto rigor gracias a "sus años de trabajo en la Inspección de Monumentos Arqueológicos. cuando todavía la dirigía Leopoldo Batres", época en que realizó “excelentes calcas --que todavía existen- de los murales del Templo de la Agricultura, cuyos originales desaparecieron poco después, restándonos sólo esas copias". En el motivo central de ‘Nuestros dioses’, Herrán puso en pie de igualdad los aportes culturales de Europa y América al integrar en una sola figura a la diosa Coatlicue y al Cristo crucificado, “ dos adoraciones que se funden en una", al decir de Manuel Toussaint. De un lado del proyectado tríptico, los españoles se yerguen señoriales; del otro consideró pintar indios “en actitud sumisa, implorante, de acuerdo con lo que podemos ver en los precisos y bien acabados dibujos preparatorios. Si los españoles aparecen ricamente vestidos, los indios están semidesnudos, producto, de una ideología que tendía a subvalorar lo propio, en línea con el peruano Luis Montero. En contraste, tenemos que una vieja tendencia, dada a embellecer el aspecto exterior y simple del indígena, era ampliamente satisfecha por Herrán. De allí las siluetas alargadas, de lánguidos gestos, que pintó y dibujó, amaneradas y falsas de toda falsedad. En las que Raquel Tibol ha visto “aborígenes de cuerpos atléticos y gestos de odaliscas.'

 

En contraste, el sincretismo de la Coatlicue y Cristo era novedoso e incluso afortunado, ya que la diosa azteca es el símbolo de la fertilidad y su figura simboliza, como la del Redentor agonizante, el ciclo de la vida y la muerte. Con admirable y afortunado desenfado, el artista logró combinar iconografias y conceptos, o sea que, parafraseando a Toussaint, podemos hablar de dos agonías que se funden en una. Se trata, citando a Tibol, de “Cristo vuelto a crucificar en el cuerpo de la diosa, que a su vez lo está pariendo.' En la composición, Herrán aprovechó incluso que la deidad precolombina presenta una silueta cruciforme, apropiada a la síntesis visual que requería. Por eso su intento, aunque inconcluso porque la muerte lo sorprendió cuando ejecutaba su obra magna, tiene un sitial de honor en la historia.

  (Álvaro Medina, El indio: de la alegoría a la realidad y la estética, fragmento)

El indigenismo del s. XX (IV)                                                                                                                                                  7-6-2018

En el caso particular de Siqueiros, su campaña militar en tiempos de la Revolución -cuando, según dice, pudo "recorrer el país en toda su superficie" y "transitarlo en todas direcciones”- fue el acontecimiento que le facilitó "la contemplación directa de la inmensa tradición cultural de nuestro pueblo, particularmente en lo que se refiere a la obra extraordinaria de civilizaciones precortesianas." Aunque en ninguna línea identifica los restos de las civilizaciones o sitios arqueológicos que tuvo la suerte de poder admirar, con sinceridad llegó a admitir -en la misma página- que antes de la correrla “no conocíamos en realidad, cuál era la verdadera medida de los valores culturales que encerraba nuestra nación". Yendo aún más lejos, aseveró de modo autocrítico que, si bien los inexpertos alumnos combatían a los "catedráticos porfirianos" llenos de prejuicios estéticos y sociales, ellos también estaban "saturados de muchos de los prejuicios que se nos habían inyectado''. De allí un interrogante fundamental. relacionado con lo que por espíritu de contradicción se afirmaba de dientes para afuera pero sin tener el respaldo que da el conocimiento sustancioso y sólido de un tema: “¿Existía en México un pasado tan grandioso?" La respuesta a esa pregunta la encontró Siqueiros en las reuniones que en plena campaña militar, vistiendo unifome de soldado, efectuaban los escritores y artistas combatientes. Escribió el pintor:

 

“Recuerdo bien que las primeras conclusiones teóricas que sacamos (…) fueron las siguientes: las obras plásticas que han surgido como fruto natural de la misma geografía en que habitamos nos dan el camino para el encuentro de nosotros mismos. Y parece evidente que la expresión artística corresponde más a las circunstancias geográficas, climatológicas y a las formas de producción, a la sociedad, antes que a las particularidades de las razas.”

 

¿Cuáles eran las grandes obras plásticas surgidas “como fruto natural" del medio geográfico mesoamericano? El autor no las identificó, pero es claro que tenía en mente las de origen olmeca, teotihuacano, maya, zapoteca, mixteca, tolteca, etc., con las que empezó a familiarizarse durante la guerra civil, sin llegar nunca a ser un experto en el asunto. Dado su temperamento volcánico, lo guió la intuición más que el estudio. En una primera etapa de trabajo, a la hora de dibujar los modelos en clase, Siqueiros se conformó con la belleza física del indígena. En una segunda fase, tras venncer prejuicios gracias a su afortunado contacto intelectual con el Doctor Atl, el futuro muralista reflexionó sobre la trascendencia estética del arte precolombino.

 

Esta reflexión lo llevó a sopesar la posibilidad de adaptar a la expresión contemporánea los lenguajes de la América antigua tal y corno los artistas italianos del Renacimiento habían adoptado y puesto al servicio de necesidades nuevas el arte clásico mediterráneo, florecido casi veinte siglos antes. Formalizar la idea que plantea el principio de buscar, identificar y encontrar fuentes de inspiración en el arte indoamericano fue lo que Siqueiros hizo en Barcelona en 1921, cuando redactó y publicó “Tres llamamientos de orientación actual a los pintores y escultores de la nueva generación americana”. En diez años exactos, David Alfaro Siqueiros había pasado del balbuceo a la afirmación autosuficiente. En el mismo lapso, otros artistas pintaron indios, sospechosamente acicalados muchas veces.  (Álvaro Medina, El indio: de la alegoría a la realidad y la estética, fragmento)

El indigenismo del s. XX (III)                                                                                                                                                  6-6-2018

La firme reprobación de la idea de que el precolombino "era un arte bárbaro hecho por sanguinarios" lo dice todo, pero es mucho más memorable el hondo disgusto del autor al rememorar el episodio. La huelga de San Carlos lo marcó políticamente y dejó profunda huella en la historia del arte mexicano, algo que Siqueiros explicó de la siguiente manera, en clara alusión a las conquistas logradas por el alumnado de San Carlos:

 

“Batallando políticamente habíamos obtenido ventajas económicas, progresos pedagógicos y experiencias iniciales para la elaboración de los primeros conceptos de nuestra nueva doctrina estética. En esas condiciones comenzábamos nuestra carrera mediante un acto que nos daba confianza definitivamente en la política como arma de operaciones. Nuestros primeros balbuceos en una nueva vida que era la antítesis de lo anterior, su negación y el principio de su muerte. Nuestro movimiento era, pues, la primera conmoción de la revolución social de México en el campo de la cultura (... J. De ahí parten, como tronco fundamental, todas las exteriorizaciones posteriores del pensamiento intelectual moderno de México. Este antecedente explica además, la preponderante participación posterior de mi generación mexicana de artes de la plástica en el panorama general de la política del país.”

 

La declaración es fundamental, sobre todo para quienes que critican e incluso condenan, sin argumentos de peso, la alta politización del arte mexicano producido de 1922 en adelante. En realidad, los acontecimientos históricos de la Revolución absorbieron como una tromba a los artistas que la apoyaron. Por eso Siqueiros fustigó a los  artistas "inquietados sólo por los problemas internos de la plástica, sin que esto significara que él desconociera que la pintura de su época planteaba problemas por resolver desde y para la pintura. Durante el tiempo que luchó como soldado de la Revolución, hallándose en Tehuantepec con otros artistas e intelectuales combatientes, "el tema central de nuestras discusiones -escribió el pintor- fue exactamente el problema de cómo deberíamos interpretar en el futuro a nuestro paás, a México, desde el campo de la estética.”

 

Si se considera que a la larga fueron distintas las opciones que en ese campo elaboraron los pintores revolucionarios, la inquietud teórica de Siqueiros y sus amigos tenía sentido. Es suficiente señalar por lo pronto que si José Clemente Orozco prefirió lo hispánico a lo amerindio, David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera y más adelante Rufino Tamayo hicieron profesión de fe en el pasado precolombino, si bien es verdad que los tres abordaron y desarrollaron el asunto de muy distintas maneras.  (Álvaro Medina, El indio: de la alegoría a la realidad y la estética, fragmento)

El indigenismo del s. XX (II)                                                                                                                                                   5-6-2018

Son dos aspectos que en Siqueiros se cruzan y expresan en temprana fecha, cuando vuelve de Europa y pinta, en 1922 y 1923, los murales de la Escuela Nacional Preparatoria. Pero para lo que aquí interesa viene al caso no olvidar que la inclinación del alumno Siqueiros por los modelos de raza indígena era, a un tiempo, de tipo político-social y estético. Era de tipo político-social en cuanto hizo una escogencia, de raíz ideológica en oposición a la costumbre de pintar modelos de raza blanca en un país en el que predominan los indígenas y los mestizos; y de tipo estético porque la escogencia le abrió -gracias al Doctor Atl- el camino que lo llevó a estudiar la tradición artística precolombina, marcando la obra que pintó de 1922 a 1939.

 

Siqueiros forjó un lenguaje propio a partir de ciertos antecedentes que por suerte el pintor menciona: el paisaje mexicano que con innegable acierto pintara José María Velasco en el siglo XIX y el indianismo o indigenismo de “pintores jóvenes'' como Saturnino Herrán, que, según él, "empezaron a ejercer una poderosa influencia de inclinación nacionalista en nosotros." ¿Qué fue lo que realmente le llamó la atención a un joven como él? Siqueiros supo precisarlo: “Las escenas de indios, aunque [éstas] aún [estaban] en sus manifestaciones eufóricas, ya que se trataba de mexicanos nativos en fiesta. En fiesta en Xochimilco, por ejemplo, portando flores, etcétera, con un evidente olvido de la representación dramática." Con estas palabras expresaba claramente que al pintor en ciernes le interesaba, ante todo, el indio en su dimensión humana, no el indio de feria, porque aspiraba a dar cuenta de individuos reales, de carne y hueso, social y económicamente discriminados y políticamente sumidos en la mudez casi absoluta. A reivindicar estos aspectos dedicó su arte, corolario de dos reflexiones ligadas a su experiencia en San Carlos, en huelga durante casi todo el periodo de su vinculación al claustro. La primera reflexión, de tipo pedagógico, tiene que ver con los directivos y maestros de la academia: "Era necesario expulsar de nuestras aulas a todas aquellas momias que habían sostenido el programa académico." Los jóvenes las repudiaban, pero la acción no podía ni debía limitarse a este aspecto. Surge entonces la segunda reflexión, cuyas conclusiones alimentaron el espíritu de contradicción sistemática que por esos días animaba al estudiantado, testigo del giro europeísta que en sus últimos años alentó el porfiriato, presente y plenamente actuante, en el plano cultural, hasta la exposición de arte español organizada con motivo del Centenario de la Independencia, en septiembre de 1910. Sobre el europeísmo oficialmente entronizado, escribió el pintor:

 

“Nuestra labor limpiadora husmeaba por todas partes buscando los olores porfirianos para arrojarlos ignominiosamente de nuestro establecimiento. Todo lo que ellos nos habían dicho tendría que ser comprendido y aplicado precisamente a la inversa. Ellos adoraban el europeísmo artístico de la colonia española en México, nosotros deberíamos execrarlo; ellos decían que el arte prehispánico de México era un arte bárbaro de idólatras sanguinarios, nosotros deberíamos responder que al lado de ese arte todo lo demás era basura. Si ellos decían que la belleza era greco-romana, nosotros tendríamos que sostener que jamás había existido nada más feo que aquello. Ningún interés le daban a las razones indígenas de México, como no lo daban a su arte popular: pues entonces, para nosotros nada había más bello que un indio y nada más profundo que el arte de los indios.”  (Álvaro Medina, El indio: de la alegoría a la realidad y la estética, fragmento)

El indigenismo del s. XX (I)                                                                                                                                                    4-6-2018

Hacia 1911, los alumnos de la Academia de San Carlos, en México, empezaron a manifestar interés en temas indígenas, en lo que vino a ser la continuidad de las concepciones académicas de mediados del siglo XIX. Toca entonces matizar el entusiasmo mesiánico con que uno de sus protagonistas, nada menos que David Alfaro Siqueiros, se refirió a los acontecimientos de que fue protagonista. En su voluminosa autobiografía, cuando habla de la formación artística que recibió de 1911 a 1914, Siqueiros cuenta que el "aprendizaje seguía más o menos las mismas etapas normativas de las épocas de Pelegrín Clavé y Rebull." Según Siqueiros, él y sus condiscípulos fueron conscientes de la obsolescencia académica que tenían que padecer a pesar del cambio de centuria, cuando hacía rato el academicismo había periclitado en Eurora. Actuando en consecuencia, el alumnado exigió actualizar el programa de enseñanza. una de las metas de la huelga estudiantil de 1911. El permanente y casi siempre insatisfecho inconformismo del Siqueiros revolucionario se reflejó, en el plano estético, cuando habló de una "curiosa preocupación, más bien subconsciente, por la referencia de modelos de raza indígena" que él y sus condiscípulos empezaron a sentir. Ese sentimiento, anotó, fue la "respuesta a la costumbre establecida" de contratar "modelos de tipo español". Concluyó diciendo Siqueiros: "Aquello nos dio oportunidad de empezar a acercamos en forma por demás subconsciente, sin teoría prefija alguna, a las soluciones etnográficas que nos dominarían más tarde." Resulta curioso que Siqueiros haya repetido dos veces que su actitud fue subconsciente y que en la segunda ocasión añadiera que todo ocurrió "sin teoría prefija alguna". Al respecto, el historiador Olivier Debroise parece contradecirlo en su monografía sobre la huelga que en abril de 1911 estalló en San Carlos, cuando escribe lo siguiente:

 

“Pocas semanas antes de que se iniciara la insurgencia [revolucionaria ocurrida en noviembre], en septiembre de 1910, al celebrar el Centenario de la Independencia de México, el gobierno de (Porfirio] Díaz organiza una exposición de arte español. Los estudiantes de San Carlos dirigidos por un disidente, Gerardo Murillo (el Doctor Atl), montaron de inmediato una contraexposición que a la postre fue reconocida oficialmente y que ellos titularon, como es obvio, Salón de Independientes.”

 

Con los años, uno de los aportes culturales significativos del Doctor Atl fueron sus estudios, consignados en Las artes populares en México (1922), publicados en dos volúmenes de gran rigor y seriedad. En el mismo artículo, Olivier Debroise ha recordado la proyección pedagógica de tan particulares y entonces novedosos estudios: "Atl es sin duda el primero en interesar a ciertos artistas en los objetos artesanales indígenas como fuente de inspiración plástica al margen de la Academia." La precisión es pertinente y de notables repercusiones porque implica que no sólo hubo interés en el indígena desde el punto de vista fisiognómico, ya que al mismo tiempo se estimularon aproximaciones que permitían medir y apreciar el alcance intelectual y cultural de los productos de su ingenio. (Álvaro Medina, El indio: de la alegoría a la realidad y la estética, fragmento)

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