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Venancio Sánchez Marín (1921-1995) y la crítica de arte.

Crónica de Madrid

Goya. Revista de arte. Nº 35, marzo-abril de 1960.

 

Crónica de Madrid por Venancio Sánchez Marín.

Gran parte de la obra del escultor español más apasionante y que más hondo influjo ha producido sobre la pléyade de escultores actuales que usan el hierro como materia, Julio González (1876-1942), ha sido  exhibida en la Sala de Santa Catalina, del Ateneo. Exposición de sobresaliente categoría, ha servido para mostrar en su entero valor, a quienes sólo le conocían de referencias, a uno de los artistas de nuestro siglo  más inequívocamente señalado por el genio de la originalidad y la valentía creadora. La obra presentada ha sido lo bastante numerosa –treinta y siete esculturas y varios dibujos- para apreciar la magnitud de su arte, capaz de conseguir esquematizaciones de una audacia sólo comparable a la pintura de Picasso.
 
Hay que incluir definitivamente a Julio González en el equipo de españoles universales que han formado y forman la línea más inquieta, persistente, brillante e innovadora del arte contemporáneo. Con Picasso, Juan Gris, Miró y el mismo Dalí-a quien todo se le podrá discutir, excepto el eco dilatado de su nombre- Julio González representa el arte español a nivel universal. El hecho de que esos artistas hayan realizado la mayor parte de su obra fuera de nuestras fronteras no supone su desarraigo de España. Podrán haber extendido las ramas de su genialidad  y su fama en la hospitalidad generosa de París, pero las profundas raíces con que su arte  se ha nutrido se sienten siempre clavadas en nuestro suelo. Julio González dejó Barcelona, donde había nacido y donde su abuelo y su padre estaban establecidos como orfebres, cuando tenía veinticuatro años, y vivió en Francia hasta su muerte. A pesar de su larga ausencia, se encuentran múltiples conexiones entre sus creaciones escultóricas cubistas y abstractas y la expresión – y la tradición- de la vida y el arte español. Dejando a un lado los fáciles ejemplos de su figura y cabeza de Don Quijote- tan en posesión de la clave española del quijotismo- y de su cabeza y máscara gritadora de la Monserrat- tan catalana-; dejando a un lado el hecho significativo de que el lenguaje primario del metal lo aprendió aquí, de su mismo padre, en la mayor parte de su síntesis escultóricas encontramos rasgos que nos son familiares. Al menos, uno cree reconocer en lo acusado de las sombras de sus máscaras y cabezas acostadas un tenebrismo de sentimiento español, a lo Ribera. Y así mismo se reconocen expresiones de cabezas en que los planos recortados y los huecos sugieren la tipología inconfundible de los hombres de nuestra tierra.
 
Esta exposición, de instalación quizá demasiado apretada, ha producido en el cronista la impresión de encontrarse perdido en un bosque esquemático de hierro, en el que los árboles fueran varillas metálicas y las piedras se sustituyeran por máscaras férreas de poderosa expresión. Con el catálogo en la mano, ha intentado orientarse a través de ese bosque impresionante, siguiendo la ordenación cronológica de  las obras. La obra expuesta más antigua ha sido una cabeza repujad, en bronce, que data de los años en que Julio González, tras la muerte de su hermano Juan, su compañero inseparable de trabajo y experiencias artísticas, se refugió en la soledad y en el esfuerzo de arrancar a los metales su íntimo secreto plástico, abandonando poco a poco la pintura, que tanto le había atraído anteriormente, por la  actividad, más afín con su temperamento, del escultor. Vienen después varias obras realizadas en los años 1929-31, cuando, ya libre de influencias directas del cubismo, hace abstracción de las formas. De ese periodo son su enigmática Máscara japonesa, en bronce; una Naturaleza muerta, en hierro, y el airoso esquema vertical –tubos, flejes circulares y varillas- de El sueño. Del 32-34, tiempo en que centra su interés en el espacio, en los vacíos sugerentes, aligerando las masas, son su Maternidad, que denota influencia del  maquinismo, y el Personaje llamado La Jirafa, otro esquema vertical aún más sintético. La función de las masas vuelve a preocuparle posteriormente, como se aprecia en la densidad de su Cabeza de Hombre acostado (1935) y en la gravidez de los hierros de sus Mujeres sentadas números 1 y 2. Por último, en los años finales de su vida  las formas adquieren extraordinaria importancia en su escultura, como puede apreciarse   en los célebres Hombres cactus, en los que la pinchante  sensación vegetal cobra expresiones de humano e hiriente humor.
 
El cronista cree cumplir mejor su misión siendo más espectador apasionado que teórico de arte. Por ello cree conveniente en este punto remitir al lector al artículo que Juan Eduardo Cirlot publicó en el número 4 de Goya, en el cual dicho crítico efectuó un penetrante estudio sobre la escultura de Julio González. De todas maneras, puede ser interesante transcribir unas anotaciones  del propio escultor, que figuran en el catálogo y que dan idea de su lucha por conseguir el dominio de los vacíos y la materia. “La importancia del problema a resolver aquí no es solamente obtener  una obra armoniosa, un parecido perfectamente equilibrado. No, sino obtener este resultado por la unión de la materia y del espacio, por la unión de las formas reales con las formas imaginadas y sugeridas por los puntos establecidos, o bien por perforaciones.  Estas formas deben ser confundidas e indivisibles unas de otras, como lo son el cuerpo y el espíritu.”

Julio González. Máscara japonesa.

Julio González. Mujer Peinándose.

Julio González. Don Quijote.

PINTURAS DE ROBERTA GONZALEZ
 
La constante dedicación de Roberta  González  al cuidado y difusión de la obra de su padre, Julio González, llevada a cabo tal vez con no poco sacrificio de su quehacer de pintora, hace doblemente simpática su personalidad humana y artística. Al tiempo que acompañaba la exposición a  que acabamos  de referirnos ha realizado ella la de sus pinturas y dibujos a la aguada y tinta china en la sala Urbis. Roberta González es una  artista tan independiente, tan sin concesiones a la vulgaridad como lo fue su padre. Su pintura es notable por aparecer libre de servidumbres imitativas, por no seguir la trayectoria de ninguno de los grandes pintores actuales. Su modernidad inventa una plástica inteligente, fundamentada en recursos que se nos figuran muy femeninos. Sobre fondos de colores planos, extendidos por igual sobre la superficie del cuadro, destaca la línea pura y simple del dibujo. El volumen queda sólo insinuado por el discurrir preciso de la línea que interfiere  las grandes manchas planas. Un poco menos de consistencia plástica precipitaría esta pintura en el cartel, pero un poco más de volumen,  con idéntica simplificación de medios, la convertiría en un hallazgo sensacional, que conjuntaría, complementándolos, el expresionismo lineal y el impresionismo cromático, apurados ambos hasta el límite extremo. La loable fidelidad a su condición femenina es la nota más destacada de los cuadros de esta artista. Sus temas están sentidos con delicadeza y con un vago amor al misterio. O, mejor dicho, a la versión femenina del misterio: el enigma.
 


VENANCIO Y VENTO
 
El escultor Venancio Blanco y el pintor Vento han expuesto sus obras recientes en la sala Neblí. Exposición conjunta de pintura y escultura ha quedado muy bien instalada, sin que los lienzos de Vento y los bronces fundidos de Venancio se bañaran por la proximidad.


Venancio Blanco, premio de la  Crítica del Ateneo y premio Nacional de Escultura del pasado año, está situando su obra a pasos agigantados en el primer plano de la atención artística. Su capacidad creadora ha aumentado, después de su estancia en Italia con una beca March, al volver de allí dueño de una técnica distinta. De sus cementos ha pasado al metal fundido. Igualmente ha pasado  del empaque sólido y redondeado de sus figuras mediterráneas a otras figuraciones más angulosas y aligeradas de masas. En ellas la corporeidad está conseguida por medio de dobleces laminares de metal fundido, que conservan huecos, roturas, granulaciones y rebabas de la fundición con bellos y sorprendentes efectos.  Esta escultura, descargada en parte de masas, se cierra en los volúmenes y líneas esenciales conservando toda la gravidez del modelado.  Aproximándose al expresionismo  abstracto -hacia el que se adivina su tendencia futura-, Venancio Blanco sabe permanecer fiel, sin embargo, y por el  ejercicio de un poder moderado  entre las exigencias expresionistas y el freno del realismo, a las representaciones tradicionales. De ahí que estas formas corroídas, incompletas, alcancen toda su vigorosa naturalidad sin distorsiones. En sus figuras femeninas sentadas los puntos de reposo y el equilibrio determinan la gracia perfecta de las actitudes. En sus toros -los más impetuosos y fuertes de la escultura actual- el dinamismo de impulsos encontrados –toros levantando, derribando caballos- adquiere una admirable categoría de épica belleza.


Vento, también premio de la Crítica del Ateneo hace dos años, ha salido definitivamente de la cuadrícula que contenía la libre expansión de su pintura. Ahora ésta se amplía, apenas retenida por curvos grafismos de línea negra. Pinta con masas claras, rotundas, muy ricas de materia, figuras de medio cuerpo, cabezas grandes en línea con el expresionismo más avanzado y en cierta relación con la tipología social que ahora está de moda. Pero en la pintura de Vento lo de menos son los reductos tras los que refugie sus intenciones figurativas; lo importante es la calidad asombrosa de la materia y la desenvoltura con que está aplicada. En dos desnudos muy buenos, de amplia rotundidad, y en dos extraordinarios bodegones –uno en ocres y otro en azules- Vento nos entusiasma con su talento y facultades.

 

Roberta González.

Venancio Blanco.

FRANCISCO LOZANO
 
La misma función que, respecto al descubrimiento íntimo del paisaje castellano, han realizado las pinturas de Benjamín Palencia, e igualmente, respecto al paisaje extremeño, las de Ortega Muñoz, ha sido efectuada por la pintura de Francisco Lozano en relación con el paisaje levantino. Esta función no sólo desnuda de falsa retórica cromática y formal el paisaje, hasta dejarlo en los puros huesos de su autenticidad, sino que después lo viste, lo recrea con los nuevos perfiles adecuados a su exposición veraz. En la sala  de la Dirección General de Bellas Artes ha desarrollado  Francisco lozano lo que Laín Entralgo llama, “con aparente redundancia verbal”, su “teoría mediterránea del paisaje mediterráneo”, en una sucesión de lienzos excelentes que constituyen la revelación pictórica de la naturaleza levantina, vista hasta ahora  por los artistas con poca fortuna y escasas preocupaciones trascendentes. La costa alicantina, Játiva y Ayora, con sus tierras onduladas, el verde duro y agrio de sus plantas, la luminosidad de su cielo, ya descubridor e intérprete riguroso y también amante extremado. Ante estos lienzos empastados valientemente, que no rehúyen las dificultades del color y que abarcan las formas en simplíficaciones  capaces de salvaguardar toda la complejidad paisajística, no cabe dudar de la veracidad entrañable del descubrimiento.
 


FRANCISCO NUÑEZ LOSADA
 
El maestro Núñez Losada ha expuesto medio centenar de cuadros en la sala Goya. Su obra paisajística, tan conocida, sigue encontrando fidelidad y afecto en quienes saben situarla en su momento y reconocer la honestidad con que ha sido realizada. La familiaridad con su estilo invariable y la repetición de unos temas determinados puede restar emoción a su pintura, pero en buena ley le corresponde ocupar un puesto destacado entre los paisajistas mejores que no se dejaron arrastrar por la vorágine de las nuevas tendencias. Las altas cordilleras ibéricas han tenido en él un enamorado constante, que no se ha cansado nunca de gozar con plenitud de sus lejanías montañosas envueltas en luminosa neblina. Los Picos de Europa, Guadarrama, Gredos, Pirineos, han quedado en sus cuadros con una fisonomía inconfundible que avala la personalidad de su estilo. Si esta pintura sostenida durante más de cuarenta años no puede ahora contar con el don de la sorpresa, si debe  obtener el reconocimiento debido a su noble fidelidad. El pintor ha permanecido fiel al verde tierno y soleado de sus prados, a sus cimas rocosas, y hemos sido nosotros quienes se han ido apasionando por los nuevos problemas del arte, no se sabe aún si para mejor o para peor. El arte es largo, y alguien, algún día, comparando esta pintura que está realizada con dignidad y emoción con otras que ahora nos parecen más interesantes, dirá, si puede, la penúltima palabra.

 

Francisco Lozano.

Vento.

 

MARIO SIRONI

 

En la Galería San Jorge ha tenido lugar la exposición de medio centenar de temperas acuarelas, carbones y tintas del artista italiano Mario Sironi. Sironi es una de las personalidades más representativas de la  pintura italiana contemporánea. Fundador en 1922 del grupo de pintores modernos conocido con el nombre de “Novecento”,  ha sido desde entonces uno de los agitadores y renovadores de mayor impacto en el arte de su país. En él se da como en escasos pintores de nuestra época el sentido de la composición arquitectónica, y de sus obras emana una corriente positiva de energía. A diferencia de muchos  artistas actuales que están poseídos por un inmoderado afán de destrucción, Sironi es un constructor macizo, duro e impetuoso. Es, sobre todo, un dibujante de primera magnitud que se ha volcado en el cartel, la decoración, los grandes murales, la escultura y hasta la arquitectura. En  esta muestra han sido expuestos treinta y tantos dibujos de pequeño tamaño y cerca de una docena de obras de mayor envergadura. En casi todos ellos se manifiesta la singular tendencia hacia la línea recta y la pesadez cilíndrica que confiere a su arte esa admirable capacidad de engendrar energía. Sus temas son varios: en parte constituyen una crónica italiana, más que popular, civil, en parte son un despliegue de motivos hípicos, deportistas, automovilistas, que trascienden a vitales inquietudes del tiempo presente. Los caballos cilíndricos. Como de maciza madera, de Sironi, aptos para ser cabalgados por conductores de pueblos o conductores de automóviles, muy bien pudiera simbolizar el ingenio construido por la Técnica para lograr la conquista de esta Troya del mundo moderno.

 

Francisco Nuñez Losada.

Mario Sironi.

LA TAUROMAQUIA DE PABLO PICASSO

 

La Tauromaquia o arte de torear es, naturalmente, de Pepe Hillo, pero  las ilustraciones de una reciente edición para bibliófilos han sido realizadas por Picasso. A tal señor de la torería tal honor de la pintura. La Galería San Jorge  ha querido solemnizar  la apertura de su nueva sala, más amplia y adecuada al carácter de las exposiciones que viene celebrando, con la muestra de los veintiséis grabados de esta tauromaquia picassiana. La propuesta de ilustrar dicho primer tratado del arte de torear fue aceptada por Picasso en 1931, comenzando incluso el grabado de algunas planchas. Después surgieron dificultades y el proyecto quedó interrumpido hasta la primavera de 1957, en que los editores reanudaron las gestiones para llevar a cabo la obra. Picasso, “tras asistir a una emocionante corrida en las arenas de Arlés”, grabó  en uno solo de esos característicos impulsos suyos, que suelen constituir un corto ciclo unitario dentro de la diversidad de su obra, la serie completa de  las planchas.  La técnica empleada fue el agua tinta a la goma, que se efectúa mediante  la pintura directa sobre el cobre preparado y permite una mayor  espontaneidad en la ejecución que otras técnicas del grabado. Todas las suertes del toreo, descritas por Pepe Hillo, fueron surgiendo en clarooscuro, en versión bastante realista para lo que Picasso nos tienen acostumbrados, aunque, eso sí, plena de agilidad, de gracia y ambiente taurino. Toques rápidos y pequeñas manchas de desigual intensidad mueven las siluetas de toros, toreros, caballos y público reducidos  a la quintaesencia de la expresión. La impresión luminosa, solar, se halla conseguida por la extensión, profundidad y habilísimo aprovechamiento de los blancos. De todas formas nadie se atreverá a comparar esta tauromaquia, obra de un pintor mayor que se ha permitido el lujo de hacer arte menor, con la de Goya. Le falta dramatismo, riesgo, proximidad, ver las suertes también desde el otro lado de la barrera. A menos, claro está, que haya sido pensada exclusivamente para turistas de tendido alto.

 

Pablo Picasso.

Joaquín Pacheco.

LA TAUROMAQUIA DE JOAQUIN PACHECO

 

¿Sería demasiado atrevido afirmar que los cuadros de toros  toreros del joven pintor Joaquín Pacheco, casi nuevo en este ruedo abigarrado de la pintura actual, acertaban plenamente a comunicar esa emoción taurina que echamos de menos en la tauromaquia picassiana? No se trata de hacer comparaciones, sino de ponernos del lado dramático de la cuestión. Los toros no son para Pacheco un ballet dorado, ni siquiera una fiesta nacional. Los toros son para él una de tantas maneras –la más plástica y cargada de significado para los españoles- de andarle mirando con cien ojos a la muerte y, no obstante, no separarse mucho de ella. Sus cuadros, expuestos en la sala Abril, son el negativo tenebrista, la inversión del color y la alegría de la fiesta. Están pintados con densa pastosidad y tienen el  nervio dramático de las pinturas negras de Goya, a quien, sin embargo, no recuerdan por hallarse encauzadas hacia el más moderno  expresionismo que encabeza Rouault. Su colorido, abundante de negros, convierte esta tauromaquia en un misterio nocturno, lunar y trágico celebrado en una plaza o tierra desolada. Complementa Pacheco estos cuadros, los más importantes de la exposición, con diversos paisajes y bodegones de excelente factura.

 

 

Jos Albert.

Henri Cadiou.

PINTORES FRANCESES DE LA REALIDAD

 

Que perdones les peintres francais de la realité, pero sus cuadros, recientemente exhibidos en la sala grande del Círculo de Bellas Artes, no han logrado conmover al cronista. Su exposición ha sido una de las más visitadas del año, y el cronista, que gusta de ir donde va la gente, también compareció, sin que, hasta el momento, se explique la admiración suscitada por estos artistas de la réalité. Al parecer, este grupo de pintores, integrado por Jaques Abeille, Jos Albert, Ediht Aufray, Gerad Bachelet, Enri Cadiou, René Franchi, Claude Genisson, Janine Gouzy, Fernad Guery-Colas y Claude Yvel, desean manifestarse como una reacción ante el confusionismo artístico actual, para lo cual han decidido trasladar al lienzo la realidad puramente objetiva con todo lujo de plumas y señales. Y esto lo realizan con un virtuosismo que entristece el ánimo, más que por su fría perfección, por su laboriosa inutilidad.

 

Cada gran artista ha venido hasta ahora creando dentro de la zona de su propia realidad, no por subjetiva menos cierta. Y sería empeño de funestas consecuencias para el arte convertir las apariencias reales de las cosas en un denominador común al que ceñir las representaciones de las mismas. Bueno está reaccionar, si se quiere, contra el confusionismo de la hora artística presente, siempre que no se cierre el libre acceso a la imaginación y a la diversidad.

 

Puede decirse que este grupo de pintores ha llevado ahora al colmo el movimiento de retorno que ya hace años –los inmediatos a la primer Gran Guerra- iniciaron en Francia  Dunoyer de Segonzac, la Patelliére y Bousssin-gault, un tanto asustados ante las audacias revolucionarias de impresionistas y cubistas. En consecuencia, aunque extremada, no es nueva la actitud de estos pintores de la realidad, a los cuales ha movido también –y eso, en cierto modo, es algo legítimo y positivo- una nostalgia invencible por recuperar los primores técnicos del oficio. Sin duda por ello toman como ejemplo y punto de retorno la pintura flamenca, de ejecución minuciosa y preferencia por los estudios de naturaleza inanimada. Pero lo que en los maestros flamencos fue gozo espontáneo de la pintura y adecuación a un ámbito temporal es aquí recreación artificiosa que se inserta forzadamente en nuestros días. Nada nos dicen ya esos bodegones nítidos y duros de huevos al plato, vasos de vino y pájaros muertos. Tampoco nos impresionan los alardes virtuosos encaminados a captar los brillos  transparencias de una pompa de jabón o el polvillo de las alas de unas mariposas prendidas en la caja de un   entomólogo. Más interesante es la derivación inevitable que esta clase de pintura experimenta hacia el surrealismo. Surrealista es el clima de los bodegones de Jos Albert y René Franchi y el de los paisajes de Genisson. Surrealista es, en fin, la influencia de la mayor parte de los componentes del grupo. Como explicación cabe aventurar que cuando la realidad no se eleva ha de descender, subyacer como única escapatoria del espíritu.

 

 

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