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Venancio Sánchez Marín (1921-1995) y la crítica de arte.

Crónica de Madrid

Goya. Revista de arte. Nº 36, mayo-junio de 1960.

 

Crónica de Madrid por Venancio Sánchez Marín.

DOS PINTORES DE LA ESCELA DE MADRID: JUAN GUILLERMO Y REDONDELA
 
Sobre la escuela de Madrid se han dicho ya muchas cosas. Algunos le han negado hasta la  sal de la existencia. Otros, en cambio, han llegado a la formal conclusión de que la actual gran escuela de Madrid es la tercera en el tiempo (considerando que hubo una –estudiada por Lafuente Ferrari- en el siglo  XVII y otra en el XIX), y han fijado su cronología ateniéndose a las fechas de nacimiento del pintor de más edad del grupo –Eduardo Vicente, 1909- y de los más jóvenes Redondela  y Alvaro Delgado, 1922-,  así como al momento en que se señaló su influencia en el arte español, lo que sucedió, aproximadamente, en 1945.
 
El cronista elude aquí penetrar en el fondo de la cuestión de la existencia o no de la escuela. La verdad es que se halla tan familiarizado con la denominación que sentiría convencerse a estas alturas de que dicha escuela no existe. Por ello prefiere conceder licencia de escolaridad al grupo y quedarse, de paso, tranquilo.
 
Sea lo que sea, no pasa mucho tiempo sin que alguno –o todos juntos- de los pintores de esta escuela, tan numerosa como acogedora, den señales de vitalidad artística. Bien en exposiciones colectivas, bien en individuales, comparecen frecuentemente  para mostrar sus últimas obras o para exhibir una antología, más o menos completa, de las que hasta ahora llevan realizadas. Al cronista le parece bien esta presencia incansable del grupo –o sus individualidades-  porque sabe que  lo peor que le puede pasar a un artista actual es prescribir. No obstante, duda de que su comparecencia, agrupados y bajo un rótulo preciso, les beneficie demasiado. Ciertamente,  la unión puede hacer o- facilitar- la fuerza necesaria para conseguir que  todos lleguen a colocar en órbita su firma. Pero también es cierto que una clasificación escolástica tan traída y llevada puede estrechar hasta la incomodidad una serie de nombres cuyas obras son, por ventura, muy diversas y cuyas personalidades artísticas, - ya se sabe lo mucho que importa destacarse en solitario en el arte moderno- merecen campar a solas.
 
A solas han campado dos de los  mejores pintores adscritos a la escuela, con sendas exposiciones individuales, celebradas consecutivamente en la sala de la Dirección General de Bellas Artes. Y resulta curioso hacer constar que en ninguno de los dos catálogos se hace referencia a la adscripción del artista a la escuela de Madrid; uno no sabe bien si por innecesaria o porque al que más y al que menos les parece ya sonada la hora de la independencia  y liberación del agobio escolástico.
 
La primera de estas dos exposiciones ha sido la de Juan Guillermo, pintor canario, nacido en 1916 y formado en parte, en París. Juan Guillermo realiza una pintura estructurada, compleja, de definido dibujo en las figuraciones. Su curiosa temática de barcas panzudas, redes y ropa tendida, trilladoras y espantapájaros, carretas y troncos, maderas y cuerdas, conos de cereal amarillo y búhos misteriosos alcanza suma vigencia y despierta un poético interés. Diecinueve han sido los óleos expuestos en esta ocasión y en ellos incluye paisajes, bodegones y composiciones diversas. Estas últimas predominan   sobre los paisajes y los temas neutros de bodegón. El constructivismo de su pintura aparece en ellas como una firme reacción. Como una afirmación de solidez ante la facilidad de la mancha o ante los sistemas abocetados. Por su factura pastosa, por su colorido, un tanto sordo a la llamada de las luces, sus cuadros son inconfundibles. Identificar un “Juan Guillermo” entre otras obras es tan sencillo como separar una bola negra de varias blancas. Este pintor ha venido desarrollando su arte con pausada seguridad, nutriéndolo, como todo artista, de adquisiciones afines y de hallazgos propios. Sólo que en su pintura los elementos incorporados del cubismo y el expresionismo son sometidos a un proceso de asimilación personal que no precisa recurrir a esos encubrimientos al uso, tanto más ingenuos cuanto más disimulados. Al hacer entrar en juego los reductos profundos de la personalidad –como sucede en la obra densa y poblada de Juan Guillermo-  siempre se advierte que cualquier pura coincidencia nunca es un parecido. A pesar de que los efectos compositivos se buscan o se encuentran aquí por acumulación, el barroquismo que de ello se deriva es más conceptual que formal. Estableciendo un parangón literario diríamos que su barroquismo es más conceptista que culterano: Más Quevedo que Góngora. O dicho de otra manera: que su complicación constructiva subordina debidamente la abundancia de medios expresivos a la importancia del fondo siempre poético y sugerente de sus obras.
 
La segunda exposición a que nos referíamos ha sido la de Agustín Redondela, madrileño, uno de los más jóvenes y representativos pintores de la escuela. Su antológica ha comprendido cuarenta y cinco obras. Hacía ya diez años que Redondela, presente a menudo en colectivas u certámenes, en los cuales ha conseguido altas recompensas, no exponía individualmente en Madrid.  Desde entonces a hoy el arte de este pintor, que desde sus comienzos centró las mejores esperanzas, ha seguido un camino de manifiesta superación, sin perder sus peculiaridades. Las manchas de color, amplias y desenvueltas, siguen siendo protagonistas de sus cuadros. Sin menoscabo de su lozano atractivo, sin detrimento del rasgo espontáneo ni mengua  de la sumaria fluidez que caracterizaba sus bellos esquemas de figura o paisaje, se ha afianzado a través de sucesivos cambios en torno  al color y la materia, los cuales pueden ser seguidos en esta extensa muestra antológica. Las gamas frías, templadas y calientes han sido pulsadas en alguna ocasión por Redondela, sin mostrar especial predilección por ninguna, sirviéndose de todas con igual sabiduría. Así es uno de los pocos pintores actuales que no  manifiestan servidumbre hacia un cromatismo determinado. Puede pasar sin sorpresa de los rosas y sienas a los azules y violetas. En este sentido es ejemplar su reciente paisaje de la ciudad de Toledo, en el que la paleta se abre en nueva gama de colores nocturnos, contrastando con los claros usuales de la mayoría de sus cuadros. Carlos Antonio Areán, en excelente estudio, ha señalado la existencia de cuatro tiempos o etapas en su pintura, diferenciadas, en parte, por la  utilización del color y,  en parte por la estructura compositiva. Respecto a la composición son dos los efectos que, desde el principio, vienen predominando en sus obras: el concéntrico, “en el que los objetos se abomban, avanzando hacia el espectador”, y el escalonado, conseguido con la acumulación de términos sucesivos. Sin propósito de hilar tan delgado, nosotros le encontramos una sola característica sostenida desde sus comienzos: la fluidez de líneas y color que evita la dura inserción de las formas en su alvéolo atmosférico. Esto es posiblemente lo que más contribuya  a dotar a su pintura de idealismo vital, de calidades líricas y de realismo incorporado a un mundo de superior categoría –tal vez un tanto utópico, por abstraído-  donde toda inquietud acaba pactando con una gozosa serenidad.

 

Juan Guillermo.

Agustín Redondela.

JORGE OTEIZA Y NESTOR BASTERRECHEA
 
Bien sabe Dios que el cronista no tiene nada personal contra el arte abstracto. Y que puede añadir, igual que un querido colega suyo “como no sea lo mucho que me gusta”. Pero a veces sucede que se tiene que confesar perplejo ante sus elementales teorías disfrazadas de rigor y novedad, sobre todo si son formuladas por los propios artistas. Entonces ocurre que un arte, clarificado suficientemente por el simple ejercicio de la abstracción y que no puede ni debe desmentir sus conexiones esenciales con el arte eterno, se convierte en mera problemática intelectual, cuya solución se llega a buscar en el cero absoluto o en la vuelta a empezar. Algo de esto –aunque diferente-,  le ha sucedido a la exposición que en la sala Neblí han realizado conjuntamente los que llamaremos, por no contradecir sus manifestaciones, exescultor  Oteiza  y exespintor Basterrechea.

 

Oteiza, refiriéndose a sus esculturas tan conocidas y admiradas, a las que ha sabido infundir una turbadora serenidad y una perfección clásica, y en  las que ha realizado la  creación tal vez más notable de la escultura abstracta española, manifiesta “…estas piedras que aquí en Neblí  se exponen, puedo decir que yo mismo no las conozco. Deben ser como unos cantos rodados –se entiende que hacia arriba , lentamente receptivos- que he debido dejar abandonados en 1958-1959…” Nos parece mal que deje abandonadas estas piedras blancas o grises, de limpísimos cortes, sobre cuyos planos la luz resbala prodigiosamente y que orientan sus aristas con un sentido espacial tan perfecto que nos hacen pensar en la sabiduría velazqueña. Pero más lamentamos que afirme que abandona la escultura. Estas son sus palabras: “Al afirmar que abandono la escultura quiero decir que he llegado a la conclusión experimental de que ya no se puede agregar escultura, como expresión, al hombre, ni a la ciudad. Quiero decir que me paso a la ciudad –resumiendo todo conocimiento estético en urbanismo y diseño espiritual- para defenderla de la ocupación tradicional de la expresión.” Al cronista ya sólo le consuela presumir que la ciudad, alegre y confiada, quedará bien defendida por Oteiza.
 
Las manifestaciones de Basterrechea –pintor del que conocíamos unas  pizarras recorridas de incisiones lineales de sobria diagramación, y que, realmente, eran la pintura más próxima a la escultura, o viceversa, que cabe imaginar- han venido a comunicarnos su renuncia a la pintura. “Yo pretendí recuperar para la pintura la realidad física de las dos dimensiones del soporte, y pronto llegué  a la conclusión de que una pintura puramente bidimensional es un plano monocromo. Desde aquel momento, la pintura dentro del camino experimental que me había trazado, se terminó para mí y no me era posible –ni interesante- retroceder desde  aquella conclusión final.” “Torsionando el plano, haciéndolo estallar realmente (no idealmente), redescubrí –para mí-  el sentido del bajo relieve, que es el esfuerzo del plano para situarse en tres dimensiones. Y empecé a trabajar en los relieves que hoy presento en esta exposición… “ Es decir, que considerando agotadas las posibilidades pictóricas de sus grabados en pizarra, se lanza al redescubrimiento –para él-  del  Mediterráneo del relieve. Es decir, que se pasa a la escultura con mayor consecuencia. Todo esto, esencialmente elemental, carecería de importancia si no fuera porque los relieves que ahora presenta tienen en si un grande y auténtico interés. Poseen una invención noble y atrevida y conservan la sobriedad y elegancia lineal de sus anteriores obras. En unos emplea metal dispuesto en láminas –circulares o rectas- perpendiculares sobre un plano. Otros son agrupaciones de placas recortadas y superpuestas en una base lisa. Y otros son incrustaciones de plomo en mármol con las que sigue el  hilo de  unos itinerarios quebrados. Se acercan estos relieves, en los que aún queda mucho concepto pictórico, a un arte de compartimientos a lo Mondrian, y en ellos –qué duda cabe- podría incluso fundamentarse una analítica de ámbitos espaciales. Sin embargo, tal vez fuera preferible para Basterrechea –y para nosotros, sus admiradores- dejar a un lado cualquier valoración experimental y conectarlos, sencillamente por las buenas, con la eterna fluencia del arte.

 

Jorge de Oteiza.

Néstor Basterrechea.

CUIXART
 
Después de obtener el primer premio en la V Bienal de Sáo Paulo la cotización artística de Modesto Cuixart ha subido muchos enteros. La sala de la  calle  de Santa Catalina, del Ateneo, reservada casi exclusivamente para los grandes acontecimientos, ha sido ornamentada con sus cuadros, en los que tanta suntuosidad plástica se derrocha. Pinta ahora Cuixart en unas superficies tersas, monocromáticas, a las que incorpora algunos relieves pastosos –círculos y signos embrionarios- de un misterioso orientalismo, todo ello sometido a algo así como un baño galvánico de purpurina dorada o plateada. Naturalmente, el lujo decorativo de estas obras, a las que se adicionan los recursos de un arte inteligente, no satisface la apetencia de simplicidad y pureza exigibles al mejor informalismo, de vena más dramática o más austera.
 
 
DOS NUEVOS ESCULTORES EN EL ATENEO
 
No está la escultura joven española tan sobrada de nuevos valores como para que pasen inadvertidas las exposiciones de los que comparecen por primera vez, sobre todo si en ellas aportan – y con frecuencia sucede así- algún nuevo elemento de interés  o diferenciación con los consagrados. Sentimos un mortal aburrimiento,  que ni siquiera pretendemos disimular, asistiendo una y otra vez a la exhibición de los mismos bloques pétreos y hierros retorcidos abstractos y de los mismos bustos, torsos y caderas figurativos de los famosos en una u otra línea. Por eso acudimos con ilusión al anuncio de cualquier nombre joven, y más si su obra se expone en una sala que, como la del Ateneo, es garantía segura de cierta dignidad. Si nos defraudase, peor para nosotros. Será que no sepamos ver la cantidad de posibilidades que a un artista joven le caben en las manos.
 
La novedad de Carretero Ferre –escultor malagueño que ya cuenta con mucha labor y ha dominado el oficio en todos sus aspectos- consiste principalmente en que ha formado su exposición con aquella parte de su obra evadida de la tiranía del encargo.  Obra íntima, realizada en esos periodos de descanso e independencia en que el artista trabaja por el placer doloroso de crear, despreocupado de cosas accesorias, pero hondamente preocupado por dominar la materia, por orientar las formas. No suelen ser largos estos momentos de integra dedicación al arte en su mayor pureza;  por eso no extraña que la exposición reduzca su ámbito a “una pequeña muestra, incluso apresurada, de las posibilidades de un artista dotado y en forma”. En efecto, no faltan en sus figuras femeninas sentadas o reclinadas, en sus cabezas sorprendidas en la pura expresión  del “ángel” o el carácter, esa agilidad de modelado, ese toque espontáneo y certero que define no lo conseguido sin esfuerzo, no lo improvisado, sino lo logrado con apresuramiento para que la frescura de la idea no se marchite. En su escultura, Carretero Ferre aporta también, como novedad, un suave e ideal goticismo, más evidente que en la enérgica simplificación de volúmenes de sus cabezas, en la gracia un poco larga y un poco triste de de sus figuraciones femenina.
 
La novedad de Jesús Valverde es muy distinta. Es una novedad dramática y desamparada. El escultor inicia ahora la búsqueda angustiada de la expresión propia, la que necesita para manifestar plenamente su profunda desazón creadora, y no otra, que le dejaría insatisfecho. Cuando se posee la sinceridad de Jesús Valverde no es posible dejarse llevar por lo fácil y acomodaticio. Tampoco es posible aguardar al que el viento de la casualidad o la inspiración sople en la consabida flauta. Es necesario, pues,  entrar dramáticamente en la lucha, enfrentarse con lo desconocido y no abatir el ánimo cuando la insatisfacción abruma. Obra insatisfecha, en su mayoría, es la que nos ha mostrado este joven escultor; pero también es obra decidida. Ya en ella se percibe la vertiente expresionista por donde su arte se precipitará -¿hacia dónde? ¿hacia el expresionismo abstracto- una vez superada su actual etapa de prospección y tanteo. Ya en ella se dan las condiciones  esquemáticas, la reducción de volúmenes, la adecuación de los espacios para establecer un punto de partida original y propio. Sus bronces, con excepción de dos cabezas de mujer y niña, presentadas, posiblemente, como credenciales de buen oficio, son simples esquemas expresivos, dramáticamente humanizados, que salen de la fundición como resucitados a los que la tierra hubiera secado la carne. Aquellas de sus obras menos dramáticas y existenciales, que muestran mayor empeño por abstraer el volumen y equilibrar las masas, son, sin embargo, las que señalan el peligro académico –no importa que sea academicismo abstracto-  del que el buen arte y la buena intención de Jesús Valverde no se halla a salvo todavía.

 

Carretero Ferre.

Jesús Valverde.

 

AGUIAR

 

En torno a su gigantesco cuadro titulado Composición de los ángeles y los monstruos, realizado bajo los auspicios de la Fundación March, ha reunido José Aguiar, en la sala Goya, un gran conjunto de obras. Este pintor, cuyo arte es tan conocido que nos dispensa prodigarle los acostumbrados adjetivos de torrencial y volcánico, arrebatado y épico, ha encontrado en los temas del Apocalipsis motivo para dar rienda suelta a su imaginación y para pintar tan monumental cuadro, que centra la atención por encima del resto de sus obras. En él ha volcado, en tono mayor, con acompañamiento orquestal de alta trompetería, monstruos y ángeles, muchedumbre de esqueletos, dragones encendidos, demonios precipitados, todo el tópico gigantesco de esta clase de composiciones sinfónicas, gesticulantes y recargadas. Indudablemente, se necesita  largo aliento para enfrentarse con obras de semejante propósito y envergadura. Su barroquismo atlántico, su exuberancia ha podido facilitarle la tarea, pero hay que reconocer que el empeño le coloca fuera de todas las comparaciones con los artistas españoles de hoy, de cualquier tendencia, figurativos o abstractos, que al esquematizar y purificar su pintura también la han minimizado con exceso. Aguiar es una excepción en nuestro mundo artístico. En cierto modo, una valiente excepción que se manifiesta, para nuestro gusto, más que en sus figuraciones algo bastas y demasiado clamantes, en los empastes gruesos, generosos y en las rápidas pinceladas estallantes de colores violentos.

 

 

LA PINTURA CONTRADICTORIA DE RAMÓN GAYA

 

En la Galería Mayer ha expuesto un conjunto numeroso de óleos, pasteles y guaches un artista interesante por más de un motivo. Ramón Gaya, nacido en Murcia hace cincuenta años, se asoma ahora a la vida artística madrileña, después de una larga estancia en el  extranjero –América, París, Italia-, haciendo coincidir su exposición con la publicación de un libro de ensayos titulado El sentimiento en la pintura. El cronista no ha tenido aun  oportunidad de leer dicho libro, del que ha oído hablar elogiosamente. Por otro lado, lo que sabe acerca de este artista, aparte de su confesada desilusión del arte de Braque, Rouault y Matisse, es casi nada. Se encuentra, pues, con menos apoyaturas exteriores que la mayoría de los críticos que han estudiado su obra, a los cuales, en general, ésta no ha convencido. Sin embargo, el hecho de que las presentes líneas se escriban después de conocer la opinión de algunos de los más conspicuos nos permite recapacitar sobre el problema que plantea en nuestro momento la pintura insólita de Gaya, teniendo  presentes a la vez diversos enunciados  y varias posibles soluciones… ajenas. Se ha dicho de él que es “un sabio pintor antológico” ,“un magnífico ilustrador de la pintura del Tintoretto y del Greco, incluso de Rubens, de Velázquez y de Goya, aún de Rosales, de Francisco Domingo Marqués y de Sorolla -Gaya no desmiente su levantinismo-. También del Picasso de la época rosa. Y, si se me apura, hasta de nuestros Eduardo Vicente, Pedro Mozos y   Antonio Gómez Cano.” (Santiago Arbós). Con referencia a la índole de su pintura también se ha dicho:  “Todo ello se adivina o se sospecha muy meditado, muy obediente a una sabiduría inequívoca, tal vez provocadora de una reacción en el terreno de la contemporaneidad, solícita de conformarse en obra personal inconfundible.” (Figuerola-Ferreti). E igualmente se ha afirmado que su “excelente preparación intelectual no tiene correspondencia con la mano, con el oficio, con ese santo y seña del pintor” (Sánchez Camargo). Como puede apreciarse por estas opiniones hay un elemento contradictorio en la pintura de Ramón Gaya. No en la opinión de los críticos, los cuales, en lo esencial, coinciden y, a nuestro juicio, han sabido ver claro, sino precisamente en el artista y en su arte. Por ejemplo, Gaya aspira a conseguir una pintura “viva” y realiza una pintura  inactual, con cierto olor a pincel muerto. Confiesa que comenzó  pintando, allá por los años veintitantos, por donde muchos de los de su  promoción han terminado: por “un cubismo liberado de su prisión geométrica”.  Y nada en su pintura hace presumir su avanzada actitud de entonces. Parece como si su concepto actual  hubiera tendido un soberbio puente hasta el tiempo de los impresionistas, con desdén absoluto de las tumultuosas aguas que han pasado y están pasando desde qué Cézanne “rompió la tetera”. Una vez descubierto dicho elemento de oposición  entre lo que busca y lo que encuentra, las contradicciones acuden a tropel. Su  temática nos proporciona unas cuantas: pretende realizar una serie de homenajes a los grandes maestros y lo que verdaderamente consigue es definirnos  su propia pintura; se remonta a asuntos bíblicos o evangélicos y los intemporaliza con cierta familiaridad  de testigo íntimo. (En su cuadro de Judith y Olofernes, por esa especie de naturalismo,  la categoría trágica de la decapitación se convierte en el horror de un afeitado excesivamente radical.) Pintor intelectual por encima de todo, prefiere expresarse en el lenguaje de la intuición: el impresionismo. De ahí que en sus obras no acierte –por imperativo de la inteligencia- a participar en lo vital y sólo consiga cristalizar lo efímero de unas luces, un movimiento, un temblor cromático. Resumiendo, -y desechando la posibilidad de  que su pintura sea un  snobismo a la inversa, así como de  que su desdén manifiesto por las actuales expresiones constituya un acto de soberbia intelectual-, puede aventurarse la idea de que sea, a su modo, un artista capaz de nadar contra corriente, cuyo talento le advierta que la Tierra es redonda y que el norte puede alcanzarse también  dirigiéndose obstinadamente hacia el sur. De todas formas, esta pintura, en la que aparentemente no cabe la sorpresa, puede aun depararnos la  última contradicción de una  revalorización sorprendente.

 

Cuixart.

Ramon Gaya.

LUIS GINER
 
Veintisiete obras, casi todas paisajes, ha expuesto Luis Giner en la sala Berriobeña. Este artista, que recoge una tradición paisajística de la mejor ley, demuestra que el nervio impresionista sobrevive a toda fatiga. Basta realizar la aplicación liviana o grave de la pasta con acento propio y descubrirle tersuras entrañables al color para que la obra adquiera resonancias distintas. En Luis Giner se da el caso del artista consciente y consecuente que acierta a laborar en un silencio gozoso, pero al que la ambición no impulsa a mayores empeños. Su visión amplia y  generosa, su raíz sensible e incluso cierta inquietud técnica no desprovista de interés se empequeñecen al acomodarse a un ámbito de tibias pretensiones, que sus facultades de gran pintor podría fácilmente desbordar.
 
 
HANS O. POPPELREUTHER
 
Bajo el patrocinio del Instituto Alemán, se ha celebrado en la sala Macarrón la exposición de las obras pintadas en Mallorca, durante los años 1948 a 1960, por el artista alemán Hans O. Poppelreuther. Hay en el conjunto se sus cuadros, realizados con diversos procedimientos, un sobresaliente amor por el paisaje mallorquín, tan propicio al colorismo y a la imaginación. La soltura de una profesión largamente ejercida se manifiesta en la fluidez de los tonos y  en la sensibilidad dibujística. Posee el sentimiento lírico del paisaje, y sacrifica a dicho sentimiento cualquier inspiración diferente. Esto le mantiene alejado de otras interpretaciones más acordes con el gusto actual, pero le capacita para revelar su sincera emoción ante las bellezas isleñas de los viejos y retorcidos olivos,  los bancales y las rocas. Todo ello en un clima luminoso donde los efectismos se producen por fidelidad a la naturaleza visible mallorquina.

Luís Giner

Hans Poppelreuther.

arte contemporáneo

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