Hay coexistencias difíciles, a veces. Una de ellas puede ser la del arte con la vida. La vida de Antonio Uría Monzón le mantiene estrechamente unido a Francia con lazos familiares. Su arte, en cambio, tiene clavadas aquí, en España, sus profundas raíces. De ahí que en su pintura se trasluzca un desasosiego tan perturbador como un desequilibrio afectivo.
 
Se ha dicho que donde está el corazón está el tesoro. Sólo siendo sincero, entera y verdaderamente sincero, puede salvarse el artista, puede comunicarnos el valor y el calor íntimo de sus vacilaciones entre una tentación poderosa y una irrenunciable fidelidad.
 
La pintura de Uría Monzón libra una lucha emocionante que, en algunos cuadros, llega a alcanzar trágica categoría. De un lado existe en ella la influencia de su contorno vital, el amor galo y galano por las calidades finamente apuradas, por la materia grata, por los alardes de sabio cromatismo, por el juego original e inteligente de los elementos compositivos; de otro lado, un dramático tirón ibero, casi bronco, le lleva a desarrollar una temática apasionada de símbolos raciales españoles. En este dualismo se debate el arte noble y sincero de Uría Monzón. En esta lucha se define el peculiar expresionismo de su pintura, cuyo poético misterio no oculta la honda y violenta vena que le recorre y vivifica. Pero también en este íntimo combate de sentimiento y sugestiones queda lugar para la tregua, que se traduce en una especie de “suspense” de entristecida serenidad y que muy bien pudiera ser el encanto decisivo de su pintura.
 
Como grabador, Uría Monzón denota una sensibilidad excepcional, es en sus obras grabadas de línea fina y esquemática donde deja la prueba más acusada de su talento y el rasgo más espontáneo de su arte.
 
                                                                                                                                                                             Venancio Sánchez Marín