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Venancio Sánchez Marín (1921-1995) y la crítica de arte.

Crónica de Madrid

Goya. Revista de arte. Nº 32, septiembre-octubre de1959.

 

Crónica de Madrid por Venancio Sánchez Marín.

 

El Museo de Arte Contemporáneo.

 

Ha querido el cronista aprovechar la tregua veraniega, cuando en Madrid descansan durante un par de meses las salas de exposiciones de su constante colgar y descolgar cuadros, no para recapacitar sobre lo que ha visto en la temporada -¡ha visto uno tan pocas cosas nuevas o extraordinarias en este mundo o mundillo del arte que se renueva en las salas cada quince días¡- , sino para atender un acontecimiento artístico que mereció ser recogido y destacado antes, pero cuyo comentario fue dejado adrede para este paréntesis de tranquilidad. El cronista se refiere al recientemente inaugurado Museo de Arte Contemporáneo, instalado en el edificio del Palacio de Bibliotecas y Museos.

 

Fue en el año 1951 cuando se dispuso oficialmente, ante la magnitud que la pintura de nuestro siglo adquiría dentro del Museo de Arte Moderno, la división de sus fondos y la creación con parte de ellos de un Museo de Arte Contemporáneo. El de Arte Moderno continuaría recogiendo la pintura y la escultura del siglo XIX, arrancando desde donde finaliza el del Prado, y el nuevo Museo comprendería todo el arte actual.

 

Para el reparto de fondos se fijó el año 1885 como punto de partida. En principio, todos los artistas nacidos antes de esa fecha corresponderían al Museo de Arte Moderno, y los nacidos con posterioridad, al Contemporáneo. No obstante, excepcionalmente, pintores como Picasso, Vázquez Díaz, Nonell y María Blanchard, aunque nacidos con anterioridad a 1885, se hallan tan vinculados a las manifestaciones del arte de nuestros días que se decidió su inclusión en el nuevo Museo.

 

El hecho de la inauguración del Museo de Arte Contemporáneo se debe en gran parte al entusiasmo y decisión de su actual Directos, Fernando Chueca Goitia, quien, evidentemente, ha tenido que salvar muchas dificultades y no pocos prejuicios.

 

En torno a lo que es, o tiene categoría de museable, existen ideas muy arraigadas que chocan con fuerza con la ciega aventura de muchas de las experiencias artísticas actuales. Habrá quienes opinen que la inclusión de algunos nombres de jóvenes pintores o escultores es de dudosa justicia, o, por lo menos, prematura. Y no faltarán tampoco quienes piensen que se han omitido algunos nombres prestigiosos y que a otros se les ha prestigiado con exceso al abrirles tan generosamente las puertas de un Museo oficial. En resumen, se comprende que la labor de la dirección y el Patronato que se han enfrentado con el difícil propósito de formar este Museo habrá tenido que conjugar a la vez, en más de una ocasión, la delicadeza y la valentía.

 

Para el cronista, que carece de prejuicios y se alegra siempre de tener ocasión de contemplar la espléndida panorámica del arte de nuestro tiempo, el hecho destacable es la existencia misma, que tan necesaria se hacía, del Museo. El Museo existe, y ello tiene que ser valorado justamente y aplaudido por todos los auténticos amantes del arte, por encima de cualquier objeción circunstancial. Andábamos faltos de una galería oficial que exhibiera en conjunto lo mucho que el arte español más reciente ha dado y está dando al mundo. E igualmente –aun cuando esto sea más difícil y requiera elevadas asignaciones económicas- de adquirir para nuestra nación la propiedad del mayor númeo posible de destacadas obras del arte universal de nuestro tiempo. Todo cuanto en ambos sentidos se realice con criterio inteligente, amplitud de miras, conocimiento de las ya firmes tendencias del arte más nuevo y suficiente rigos técnico tiene que proporcionar, en muchos aspectos, beneficios incalculables.

 

Salvador Dalí.

María Blanchard.

 

Naturalmente, no todas las que se exhiben ahora en un Museo tan vivo y actual serán aceptadas en el futuro como importantes obras de arte. Toda visión actual padece la deformación de la proximidad. Y habrá que dejar al tiempo que sedimente valores o los destaque, lo cual puede suceder hasta en lugares insospechados. Por ello existe el propósito de realizar periódicas renovaciones. Salvo una base que siempre permanecerá fija, lo demás estará sujeto a cambios. En cierto modo será esta pinacoteca una sala de experimentación –especie de purgatorio- de la que unos artistas saldrán robustecidos y otros, tal vez, no saldrán delante de ninguna manera. Conviene advertirlo para tranquilidad de quienes se sorprenden ante la prodigalidad de nombres aquí representados cuya obra aún está en gran parte por hacer. Y también como toque de atención para aquellos artistas jóvenes cuya petulancia les lleve a creer que ya lo han hecho todo al colocar un cuadro en este Museo, asegurando con ello la inmortalidad.

 

Al parecer, la base fundamental que permanecerá fija la constituyen una serie de nombre de cuya importancia trascendental en el arte español y universal ya nadie duda. De casi todos ellos hay obras excelentes y representativas, si no siempre de su mejor época, sí de momentos llenos de interés. Además de los maestros indiscutibles, como Solana, de quien hay cinco lienzos impresionantes, entre ellos Las Coristas, la Visita del Obispo y La vitrina –ese cuadro que huele a polilla, figuras de cera y ropa antigua como ningún otro en el mundo-, o como Vázquez Díaz, del que hay seis obras, siendo las más destacadas los conocidos retratos de Los Hermanos Solana y Don Francisco, figuran también como pintores básicos aquellos artistas españoles que alcanzaron la fama realizando la mayor parte de su obra fuera de España. A la cabeza de ellos, Picasso, el genio monstruoso que todo lo ha rehecho de nuevo, destruyéndolo y volviéndolo a crear a su antojo. No está Picasso representado en el Museo como era de desear. Sus obras se nos han ido irremisiblemente, y es dudoso que vuelvan algún día en la proporción necesaria para ocupar lugar tan amplio como se le debiera destinar aquí. Sólo tres cuadros señalan su presencia. Uno de ellos, Retrato de árabe, únicamente tiene el valor de la curiosidad. Debió pintarlo muy joven, y es un estudio académico de principiante. Otro, Mujer en azul, modernista, es poco representativo, aunque, a fin de cuentas, uno más de sus innumerables lienzos. En cambio, el tercero, La primavera –cedido por el artista en depósito temporal y asegurado en treinta millones de francos-, es el cuadro más lozano y jugoso de cuantos hay en el Museo. Parece increíble que haya sido pintado por Picasso hace pocos años, concretamente en 1956, en su pujante vejez. Es el cuadro de un artista mozo y alegre que disfrutara inventando unos verdes nuevos, más auténticos y espontáneos que los verdes primaverales de la naturaleza.

 

Como los de Picasso, se destacan también tres lienzos de Juan Gris, el cubista más puro, constante y convencido, y una docena de cuadros de María Blanchard, conjunto importante que permite el estudio de esta pintora, de singular temperamento, cuya obra, con el transcurso del tiempo, nos va prendiendo cada vez más en su un tanto enfermizo atractivo.

 

Es de suponer que en la base fundamental, que no estará sujeta a cambios, queden igualmente incluidos los cuadros de otros pintores cuya huella en el arte contemporáneo es ya profunda, personal y definitiva. Son éstos Benjamín Palencia, Ortega Muñoz, Joaquín Vaquero –que se halla representado con excesiva parquedad-, Zabaleta y Pancho Cossío. De su notoria influencia en el arte español, y de su redonda y cuajada obra, nadie, en justicia, puede abrigar la menor duda.

 

Pablo Picasso.

Pablo Gargallo.

 

En situación inmediata se encuentra un nutrido grupo de pintores de tendencias diversas, pero todos ellos con obra y categoría suficiente para que nadie les niegue un puesto inmutable en el Museo. Este numeroso grupo comprende pintores tan distintos como Aguiar, Valverde, Gregorio Prieto, Serra y Gregorio Toledo, y puede abarcar también a la mayoría de los de la escuela de Madrid, desde los más maduros a los más jóvenes, todos ellos con obra sólida y personal y, generalmente, dentro de la tradición ortodoxa, aunque traspasados por las influencias modernas. Deben citarse como muy representativos los nombres de Pedro Mozos, Rafael Pena, José Caballero, Alvaro Delgado, Francisco Arias, Pedro Bueno, Eduardo Vicente, Juan Antonio Morales, Redondela, Villaseñor…, dejando unos largos puntos suspensivos indicadores de que el cronista tiene mejor voluntad que memoria.

 

La pintura surrealista es la menos abundante, e indica, si bien se mira, el poco o nulo atractivo que ha ejercido sobre los artistas españoles de primera fila. Sólo hay un Dalí, Muchacha de espaldas –escasamente surrealista, por cierto, y unos curiosos cuadros de Ponce de León y de González Bernal, que sí reúnen todos los requisitos del género.

 

Imaginemos que, por razones de proximidad, los lienzos más expuestos a revisión van a ser los producidos por la que, en terminología muy de moda pudiéramos llamar “nueva ola” de la pintura, en su doble rompiente figurativa y abstracta.

 

No faltan, claro está, entre los jóvenes figurativos nombres que ya han atraído el mayor interés y que tienen grandes probabilidades de quedarse. Por ejemplo, Mignoni, Echauz, Reyes, Zarco, Alcorlo y algunos otros formados en las filas del figurativismo de última instancia, el cual cubre un amplio campo que va desde un expresionismo serio y trágico, sentido a la española, a un rigor constructivo enfrentado con los problemas de la gran composición.

 

Los abstractos son, en proporción, los más numerosos. Elle prueba el auge merecido de su pintura y la importancia que se les concede. Los artistas abstractos españoles están consiguiendo grandes triunfos en el extranjero, y eso, en contra de lo que suele ocurrir, les está rodeando de una justa aureola de profetas en su tierra. Hay en el Museo dos buenos cuadros de Tapies. Uno de ellos, El rapto de Batafra, perteneciente a su anterior ciclo de simbolismos cósmicos, y el otro, de su cerrado y virtuoso abstractismo de ahora. Entre los más caracterizados paladines del aformalismo, Saura, Viola, Farreras, Feito, Millares, Canogar y algunos otros del grupo puntero, una pléyade de pintores sostiene con decidido entusiasmo la pura abstracción artística, entre un hervidero de técnicas más o menos originales y una desoladora incomunicabilidad en lucha por conseguir la más honda expresión.

 

Benjamín Palencia.

José Caballero.

 

El fondo de pintura extranjera resulta insuficiente para dar una idea, ni siquiera aproximada, del arte contemporáneo universal. Este es el aspecto más precario del Museo y al que se debería atender con urgencia por su valisa significación cultural. Nuestra pintura, por otro lado, acusaría mejor sus peculiaridades, para bien o para mal, al someterse a las comparaciones más exigentes.

 

Hasta el momento sólo tienen un lugar en el Museo los pintores italianos Massimo Campigli, Alexandro Istrati, Bruno Saeti, Mario Sironi y Ottavio Stefanini; el francés Desnoyer, los alemanes Bechtol y Faber, los holandeses Wit y Bouthoorn, el suizo Leoutre, el danés Mortensen, el inglés Stubbing, el austríaco Von Ripper, el norteamericano Narotzky y un conjunto variopinto de hispanoamericanos, entre ellos el genialoide Guayasamín y el gran grabador argentino Lasanski.

 

Las esculturas instaladas en el Museo son, en su mayoría, de categoría excepcional. Nuestro mejor escultor de la etapa modernista –muy por encima de los fuegos fatuos del modernismo- Julio Antonio, tiene aquí la serie de cabezas y bustos que anteriormente estuvieron en el Museo de Arte Moderno. Gargallo –origen genial de muchos de los hierros retorcidos que venimos padeciendo-, sus celebérrimas cabezas de El profeta y Greta Garbo y varias pequeñas figuras de magistral modelado. Victorio Macho, un magnífico fragmento del monumento funerario al doctor Llorente. Y junto a estos tres grandes de la escultura española contemporáneo, figuras de Barral, Manolo Hugué, Pérez Comendador, José Planes… Las más recientes tendencias escultóricas están presentes, de un lado, en las figuraciones de Amadeo Gabino y García Donaire, y, de otro, en las obras abstractas de Pablo Serrano, Chillida, Ferrant, Chirino, Oteiza…

 

También como la pintura, la escultura de otros países está en proporción mínima. Son las más importantes un Desnudo, del croata Iván Mestrovic y, sobre todo, la encantadora Niña sobre silla, de Giacomo Manzú, y las Figuras en forma de hoja, de Henry Moore.

 

La instalación de los 201 cuadros y 47 esculturas que integran los actuales fondos del Museo, a los que hay que añadir varias cerámicas de Cumella y Llorens Artigas, así como un suntuoso mosaico de Clavo, ha tenido que ser realizada derrochando ingenio. Las salas habilitadas son a todas luces insuficientes para albergarlos Sin embargo, se ha conseguido aprovechar el espacio mediante inteligentes decisiones, de tal forma que no se siente agobio. No obstante, el problema del espacio impide realizar la ordenación precisa para que el visitante mayoritario se sienta libre de la confusión caótica, ala que ya de por sí, tiende bastante el arte de nuestro siglo. Algo se ha intentado para separar lo dispar y antagónico y para agrupar lo acorde, pero todo ello resulta insuficiente ante la falta de amplitud de espacio. Se pasa demasiado rápidamente de un extremo a otro de las modernas formas plásticas, Se da un paso, y estamos en el posmodernismo; otro paso, y estamos en el cubismo; otro más, y ya es la abstracción. Esto, que puede tener el valor de un símbolo –en efecto, así han sido de vertiginosos los avatares del arte contemporáneo-, a la hora de pensar en catálogos y museos –aunque el Museo sea uno tan vivo como éste- no es un procedimiento idóneo de ordenación. Es preciso que se habilite un edificio capaz de acoger con amplitud y serenidad el mar revuelto del arte contemporáneo. Aunque sólo sea para ganancia de pescadores, que, como el cronista, están convencidos de que los valores auténticos se han de revelar mejor en el orden y en la calma.

 

 

Vista de una de las salas del Museo Nacional de Arte Contemporáneo.

Daniel Vázquez Díaz.

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