Venancio Sánchez Marín (1921-1995) y la crítica de arte.
Crónica de Madrid
Equipo 57.
Goya. Revista de arte. Nº 37-38, julio-octubre de 1960.
Crónica de Madrid por Venancio Sánchez Marín.
LOS SELECCIONADOS POR EL MUSEO DE ARTE MODERNO DE NUEVA YORK
Ya anteriormente el cronista ha advertido que se está ofreciendo al extranjero una versión fragmentaria de nuestro momento artístico. Existe un equipo de pintores y escultores, cuyo mérito, por otra parte, es indiscutible, que comparecen con mucha frecuencia en exposiciones celebradas fuera de nuestro país y que, poco a poco, están configurando para el resto del mundo la fisonomía del arte español actual. Nada tendríamos que objetar a la brillantez de sus actividades, a menudo recompensadas con importantes premios internacionales, que nos llenan de satisfacción por cuanto elevan la consideración universal de nuestro arte, si no fuera porque tememos que su versión sea unilateral y no represente debidamente la variada y rica totalidad de sus aspectos.
Los españoles deberíamos estar escarmentados por tener que recurrir, quizás con más frecuencia que otros, a la revalorización tardía de nuestros artistas. Esto, por sí solo, es motivo suficiente para que, en principio, desconfiemos de todo exclusivismo. Hasta hace pocos años existió una terca resistencia a admitir las manifestaciones de vanguardia o la personalidad creadora insólita. Y así nos fue. Muchos han tenido que enmendar posturas y variar criterios largamente sostenidos. No nos referimos a la crítica avisada y avezada, ni a los que al conocimiento unen la suficiente intuición para distinguir donde está el verdadero espíritu innovador del arte. Hacemos mención de aquellos otros que ocupan posiciones tangenciales a la pura labor de creación o investigación artística y que, de una u otra forma, por claras u oscuras razones, se convierten en caja de resonancia de nombres y tendencias exclusivos.
Actualmente han variado las cosas, por fortuna, y en el transcurso de las pasadas décadas hasta los reductos más conservadores se han abierto a la saludable invasión de las últimas experiencias artísticas. Ya nada sorprende a nadie y se consideran permisibles todas las audacias; es más, se exige que todo pintor o escultor se embarque en una aventura personal e insolidaria, que se sigue con interés proporcionado al riesgo, al atrevimiento, a la “originalidad”. De ahí que muchos de los artistas más inteligentes y considerados como más representativos de nuestro tiempo se planteen problemas no de expresión trascendente, capaz de comunicación, sino de expresión diferencial, encaminada a destacar su obra con rasgo propio y distinto. Así se explica, al menos en parte, la confusión babélica que caracteriza al arte actual y hasta, de paso y como simple anécdota, ciertas búsquedas de expresión personal que suelen reducirse –haciendo gala de mayor ingenuidad que malicia- al uso y abuso de materiales extraños incorporados: cuerdas, latas oxidadas, arena, cristales, etc.
Por este y otros motivos, tal vez más hondos pero menos visibles, las diferencias, puramente formales han proliferado extraordinariamente. Los ya viejos “ismos” han venido dividiéndose, subdividiéndose y originando otros nuevos, casi siempre con mayor artificio que propiedad. Sin embargo, hoy es frecuente encontrar gentes que pretenden moverse con soltura en esta jungla, merced a la más impropia y artificiosa de todas las divisiones: la que escinde el arte moderno, de modo harto simplista, en dos extensos grupos, el de los artistas figurativos y el de los informalistas o abstractos.
Olvidándose que una y otra tendencia constituyen una integración a la que hay que atender por encima de todo, se hacen absurdas discriminaciones. (Conviene advertir nuevamente que no aludimos a los artistas inteligentes, ni a la crítica solvente, ni a los auténticos conocedores del arte, los cuales, como es natural, se sonríen de todos estos partidistas a ultranza.) Un poco de apasionamiento en torno al arte no nos parece mal; peor sería la indiferencia. No nos parece mal ni cuando se escuchan opiniones tan disparatadas como la de suponer que el figurativismo ha periclitado y hay que conceder, por tanto, al informalismo todas las posibilidades del arte del porvenir o como la que sostienen que el primero es el único dotado de transcendencia humana y el segundo una mera fórmula decorativa, tan subordinada a las exigencias arquitectónicas actuales como podrían estarlo un muro o una silla. Opiniones así, de tan erróneas, resultan divertidas. Lo malo puede comenzar cuando se atribuye al figurativismo, por muy próximo que se encuentre a la zona abstracta, cierto espíritu conservador, mientras que al informalismo se le rodea de atributos proféticos y aventureros. Y no por este hecho en sí, en el que hay cierta moderada dosis de verdad, sino porque, por un movimiento pendular de opinión, basado en pasadas experiencias que dieron el triunfo y la razón a los artistas de vanguardia, hoy se han formado algunos núcleos, que van cobrando cada vez más extensión, sólo predispuestos a aceptar cualquier manifestación artística de supuesta proyección futura, rechazando por sistema las sospechosas de continuidad con el pasado inmediato. Es decir, que se están alzando reductos exclusivistas tan impermeables como lo fueron otros anteriormente, sólo que de signo contrario.
Suponemos que el Museo de Arte Moderno de Nueva York no es uno de estos reductos, pero nos ha extrañado que, a la hora de realizar una selección de artistas españoles actuales para organizar una exposición colectiva en esa ciudad norteamericana, haya distinguido con tal honor únicamente a pintores y escultores abstractos. Suponemos también que los motivos exclusivistas de esta institución obedezcan al deseo de conseguir un conjunto armónico, aunque limitado, y al de dar a conocer en Nueva York una de las más interesantes facetas del actual arte español sin que la elección suponga desconocimiento o subestimación de nuestros artistas de otras tendencias. De todas formas, es significativo que la mayoría de los seleccionados sean precisamente los mismos artistas a los que al principio nos referíamos, es decir, aquellos que comparecen con más frecuencia en exposiciones celebradas en el extranjero.
La Sala Biosca ha organizado, a su vez, la exposición en Madrid de estos artistas seleccionados por dicho Museo. Entre ellos figuran todos los componentes del conocido grupo “El Paso”, fundado en Madrid en 1957, e integrado por Canogar, Chirino, Feito, Millares, Rivera, Saura y Viola. El grupo “El Paso” ha querido que esta muestra represente su disolución. Considera cumplidos los objetivos señalados en su manifiesto fundacional, donde declararon su propósito “crear un nuevo estado de espíritu dentro de el mundo artístico español”. No creemos que la aceptación por minorías crecientes del espíritu innovador aportado por “El Paso” se deba exclusivamente a los esfuerzos realizados por los componentes de este grupo, sino a corrientes más poderosas que en la actualidad recorren todo el mundo del arte. Pero es evidente que su contribución ha sido cuantiosa y que, a los tres años de su fundación, sus experiencias formales y su ideario artístico son asimilados con naturalidad, sin ese choque de extrañeza que constituía el obstáculo principal para que sus obras “llegasen” al espectador de tipo medio, que es quien, por la índole receptiva de su sensibilidad, tiene en la mano el pronunciamiento final.
El pintor que mayor expectación ha despertado ha sido Antonio Tapies, naturalmente. Y decimos “naturalmente” porque desde hace tiempo su nombre está en candelero en París. También se sabe que ha obtenido el premio Carnegie y el de la última Bienal de Venecia, y aquí esas cosas repercuten mucho. De sus tres obras mostradas sólo una tiene categoría. Es francamente buena, está elaborada con una materia grata, en grises de gran finura, entre los que despunta una intención de amarillos. Corresponde a esas texturas suyas de escaso relieve e incisiones delgadas, penetrantes y un poco cabalísticas, como si hubieran sido grabadas a punta de cuchillo por un Sumo Sacerdote de la Atlántida, o algo así. Canogar empasta de nuevo sus superficies de corteza astral, estupendamente pintadas, ahora con nervio más gráfico que orográfico. Cuixart insiste en sus purpurinas, en sus discos en relieve y en sus decorativos arabescos. Farreras pega papeles muy finos, blancos o amarillentos, sobre fondos negros, consiguiendo efectos de indudable belleza pictórica. Sus cuadros responden a una sensibilidad a la vez recia y delicada. Son leves, semitransparentes y, sin embargo, no carecen de densidad. Feito muestra unos lienzos siderales, lisos, con un pequeño núcleo muy pastoso, como el de un astro en formación. Lucio quema o ennegrece maderas y las araña con el clavo ardiente de un simbolismo oscuro. Millares rasga arpilleras y las mancha de blanco de yeso, de negro fúnebre y de algún rojo sangriento. Parece increíble –y ello prueba el buen arte de Millares- que sus repetidas arpilleras, tantas veces vistas, aún nos impresionen con el desgarro de su dramática tristeza. Rivera teje y enreda alambreras tan inquietantes y oníricas como siempre, pero nosotros, o él, o ambos, comenzamos a verlas con ciertos síntomas de agotamiento. Saura ha dado un salto enorme –no sabemos si circunstancial o no- hacia la figuración y ha producido un enorme cuadro de una enorme cabeza, de nervio expresionista y trazo rápido y evasivo. Suárez es, tal vez, el mejor representado con unos lienzos de calidades tostadas entre los blancos, los cuales resultan atractivos, a pesar de sus alusiones viscerales. Tharrats se recrea en el preciosismo de la materia. Sus obras son de alta artesanía, más solo tienen un bello temblor epidérmico. Viola sigue haciendo estallar en fuego blanco, en luces como lenguas de la entraña de sus obras. Con Viola termina la lista de los pintores seleccionados por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y ya sólo resta completarla con la mención de los cuatro escultores que los acompañan: Oteiza, con sus depurados monolitos, y Chillida, Chirino y Pablo Serrano, con sus hierros mordidos por la autógena o aplastados por la forja.
Viola.
Feito.
COLETTE ENARD
La pintora francesa Colette Enard ha realizado una importante exposición de sus obras en el Club Urbis, sala que acoge con frecuencia a artistas extranjeros de sobresaliente interés. Colette Enard pertenece al grupo Sud Ouest Surreel, creemos que de Burdeos, y su pintura está inflamada de femenina imaginación. Los elementos surrealistas aparecen envueltos en un bizantinismo llameante. Su opulencia imaginativa se complace en la alusión minuciosa de los flecos, las espinas o las plumas, con virtuosismo de joya oriental o alfombra persa. O, mejor aún, con la deleitación prolija de los modernistas decadentes. Todo ello en un clima surrealista que no desdeña los recursos habituales del género, pero que los maneja con femenina ingenuidad. Pintura de concepción bizantina, muy colorista, tiene algo de morosidad y morbosidad en el recamado de la técnica, que la hace infrecuente, excepcional dentro de las tendencias surrealistas, que suelen distinguirse por la levedad y tersura del empaste. Colette Enard, con sus óleos y aguadas, descubre unas posibilidades plásticas de acusado valor, a la vez que revela la existencia de un reino preciosista, recargado, donde las plumas pueden tener ojos, donde los peces pueden ser llamas y donde una mano que sostiene la cara de un espejo puede hallarse recamada de tatuajes serpentinos.
UNA ANTOLÓGICA EN LA ESCUELA DE SAN FERNANDO
La Escuela Central de Bellas Artes de San Fernando tiene el propósito de organizar una serie de exposiciones en las que reunirá obras de aquellos antiguos alumnos que hoy día son valores consagrados en el mundo del arte. Es una idea atractiva. Y puede ser, además, aleccionadora para quienes olvidan la importancia de los años de estudio y disciplina que suponen la formación de un buen artista. Hay quienes confían demasiado en el hallazgo personal y en la autoformación y consideran el tiempo de aprendizaje en una Escuela de Bellas Artes como una lamentable pérdida, cuando no como un peligro rutinario del que el artista ha de salvarse por sus propios medios, luego de padecerlo. No estará mal recordarles, mediante estas exposiciones de antiguos alumnos, que la mayoría de nuestros artistas más prestigiosos y conocidos dentro y fuera de España se sometieron a la disciplina de la Escuela, sin que por eso quedara sofocada la personalidad ni disminuido el talento de ninguno. En cambio, a todos les evitó muchas tentativas vacilantes y muchas ingenuidades técnicas. Porque, si bien la Escuela no ha conseguido nunca hacer un genio de quien no lo es, si ha logrado dotar a numerosos pintores y escultores de una sólida base de conocimientos que les ha permitido trabajar con pulso firme a la hora de orientarse libremente por los intrincados caminos del arte contemporáneo.
Su anunciado ciclo de exposiciones ha comenzado con la correspondiente a la de los alumnos de las promociones comprendidas entre los años 1926 al 1936. El conjunto ha resultado notable, aunque reducido. Nos ha permitido ver un paisaje de tierras amarillas, un bodegón resuelto con difícil simplicidad y un misterioso cuadro, Fósiles, los tres excelentes, de Francisco Arias, pintor que posee como pocos el don de la sobriedad matizada y justa, tan distinta de la pobreza expresiva que ahora es moda llamar austeridad. De Pedro Bueno se han exhibido unos retratos femeninos en los que se une a la vitalidad profunda de los modelos ese leve toque emocional que siempre distingue las obras las obras de este artista. Tres cuadros de José Caballero, azules, sobre temas navales, revelaban , una vez más, su hábil sentido de la construcción, así como su tendencia indeclinable hacia el surrealismo, que, incluso en esta última época, le impide caer en la total abstracción. Los lienzos de Andrés Conejo guardan un calor de gran intimidad, que se manifiesta preferentemente en obras como su Mujer durmiendo, palpitante de naturalidad y hasta con olor a alcoba. Hacía tiempo que no veíamos ningún cuadro de Julia Minguillón. Esta admirable pintora estaba representada con cuatro obras, de las que destacamos un magnífico retrato de muchacha, muy bien ambientado, y una composición centrada en un desnudo de niña. Es curioso comprobar que el arte maduro de Julia Minguillón produce una reconfortante sensación de frescura juvenil. Al lado de estos cuadros, tan netamente figurativos, mucha pintura joven de última hora nos parece cargada con vejez de siglos. Un paisaje de rascacielos azules, altos y brumosos; un buen bodegón de frutas y peces, y un retrato fueron las aportaciones Juan Antonio Morales. Por último –también aquí los últimos son los primeros-, tres excelentes obras de Rafael Zabaleta, el gran pintor recientemente fallecido, daban la medida colmada y plena de un arte que quedará como ejemplo de originalidad, de fidelidad a un sentimiento ingenuo y popular expresados en rotundos arabescos de consumada sabiduría dibujística.
Colette Enard.
Rafael Zabaleta.
EQUIPO 57
En la Sala Darro han tenido acogida los componentes del Equipo 57, jóvenes artistas que realizan sus obras partiendo de un ideario estético que “estriba en un inconformismo con las fuerzas desatadas de la irracionalidad”. Con humildad –lo que ya constituye un experimento insólito- pretenden situar al artista en un nivel corriente y utilitario. Para ello se despojan de circunstancias personales y realizan unas obras estéticas, puramente objetivas, calculadas con precisión geométrica, en las que se estudian diversas combinaciones curvilíneas cuyo “conjunto más simple o unidad mínima de movimiento (UMM), es el formado por dos incidencias y tres espaciocolores”. Con esta exposición el Equipo 57 quiere asociarse a los actos que se celebran en el tricentésimo aniversario de la muerte de Velázquez, el cual fue “quien, dentro de la tradición española, ha indagado más conscientemente una analítica del espacio”. Dejando en paz a Velázquez, la exposición no carece de cierto inteligente interés.
ANTONIO LORENZO
Lo difícil es encontrar un pintor abstracto que no sea un hábil dominador de la técnica, pero lo casi imposible es encontrarlo haciendo uso exclusivo de recursos clásicos u ortodoxos. Es decir, pintando como, por ejemplo, hubieran pintado Zurbarán o Ribera, si por aquel entonces se hubiera estilado el informalismo. En España sólo conocíamos uno que se enfrentara, con sentido clásico y a pincel limpio, con la problemática de la luz, el claroscuro y el colorido: Viola. Ahora, mediante su exposición realizada en la Sala Neblí, Antonio Lorenzo nos demuestra que también él ha basado sus estructuras informalistas en las experiencias del tenebrismo clásico, sin introducir materias extrapictóricas y dejando a la luz como única protagonista de sus lienzos. Sus propias manifestaciones lo corroboran. “ Mi creencia de que, o todo es nuevo bajo el sol, o nada es nuevo, me ha llevado a una elaboración sencilla que aprendí en la escuela y que es la misma de siempre, aunque algo peor que la veneciana; es, en fin, la más directa para quien no busca dificultades en este orden de las cosas. Como siempre me preocupó el clraroscuro, he aprovechado experiencias anteriores para moldear las estructuras con la luz, de suerte que ésta destaque los planos que considero de mayor importancia, dentro de las tonalidades generalmente oscuras que empleo”. Las estructuras de Antonio Lorenzo son, en realidad, un equilibrio de masas a las que los efectos luminosos dotan de perfiles y volúmenes. No se trata de representaciones funcionales, sino de sistemas grávidos; de potencias masivas que se acumulan y sostienen, obedientes a unas leyes tan implacables como las naturales. La intención más o menos metafísica queda confiada a las luces, que se pronuncian con elocuencia escenográfica. Según el pintor su “ sistema de iluminación es, en cierto modo, como el de los focos de tramoya, sin una lógica naturalista de ventana, ya que los centros ideales de donde parte la luz son varios y no uno solo, como en el natural”. También –añade-“me sirvo pródigamente de la luz que parte de cuadro mismo como un foco estratégico que ilumine una porción que no puede ser bañada desde fuera”. Pensar en Viola ante esta pintura no ha sido mera coincidencia. O tal vez ha sido una coincidencia insoslayable. Sin embargo, hay algo en ella que la hace diametralmente opuesta a la del anterior. Viola es la explosión del corazón del cuadro; es la fuerza en expansión. Antonio Lorenzo es la gravidez que se precipita; un caos que tiende a centrarse. Es la concentración en el corazón del cuadro.
Antonio Lorenzo.
Canogar.
LOS PREMIOS DE LA CRÍTICA DE MADRID
El final de la temporada nos depara, como uno de los acontecimientos máximos, la concesión de los premios de la Crítica. Los críticos de arte de Madrid, reunidos con algunas otras personalidades, otorgan estos premios, que son dos: el del Ateneo, limitado a los expositores de esta sala, y que, por tanto, tienen un carácter más bien juvenil, y el premio anual de la Crítica “Eugenio d’Ors” fundado por don Federico Serrano Oriol, que se concede a la mejor exposición del año. Los premios son completamente independientes entre sí pero el Jurado de ambos suele ser sensiblemente el mismo. El hecho de que el cronista haya formado parte de los dos Jurados le cohíbe destacar la importancia de estos premios y el acierto de su concesión. Pero su obligación informativa le lleva a recoger la impresión general de que se están convirtiendo en los galardones más preciados para los artistas que exponen sus obras en Madrid.
El premio de la Crítica del Ateneo ha sido adjudicado este año al pintor José Paredes Jardiel. Este joven artista madrileño –nació en 1928- ha realizado en la sala de la calle del Prado una muestra redonda y completa de lo que es la pintura expresionista en su más aguzada intención. Partiendo de la mayor simplicidad esquemática, sus criaturas, “casi sin rostro, con manos que son como un inteligentísimo racimo torpe de dedos” –según expresión feliz de González Ruano-, viven con esa pasmosa naturalidad y se mueven con esa plétora vital que sólo es dable encontrar en los auténticos dibujos de los niños. No se crea por esto que la pintura de Jardiel es infantilista o ingenuista. Es simplemente que su sabiduría le ha llevado a coincidir con las formas esquemáticas intuidas por la infancia. A pesar de cierto recuerdo de Antonio Quirós, las pinturas de Jardiel guardan intacta una sorpresa estremecedora. Poseen un dramatismo dosificado por un sentido del humor que las hace rezumar humanidad. Sus figuraciones son como gusanos maravillosamente humanos que existen –sin gesticulaciones extremas- en un clima metafísico de colorido gris y realidades cotidianas.
El premio de la Crítica “Eugenio d’Ors”, que este año ha entrado con felicidad en su segunda edición, ha sido otorgado al admirable pintor Francisco Mateos, por su exposición celebrada en la Galería Mayer. Pocos maestros españoles –ignoramos si a Francisco Mateos le agradará o no que le llamemos maestro, pero Dios sabe que se lo decimos con buena intención- han llegado al pleno dominio de la pintura con ardor tan entusiasta. Su inquietud le coloca en las posiciones más aventuradas del expresionismo y su enorme conocimiento le induce a resumir en sus obras todas las experiencias modernas. Un eco de los fauves, de los expresionismos alemanes, de las pirotecnias del modernismo e incluso de las estampas japonesas se hace en las obras de Mateos historia y resumen, casi literatura. Pero tan fundido en el crisol personal de un talento plástico de primer orden que uno se olvida, ante estas obras, de la historia de medio siglo de pintura europea y se entusiasma con la emoción primeriza del descubrimiento. Su lozanía imaginativa, por otra parte, no concede tregua al espectador de sus lienzos, demasiado exóticos para ser reales y demasiado humanos para ser fantásticos. Francisco Mateos es, en pocas palabras, el pintor de las mil y una noches de la teoría del arte contemporáneo europeo.
Francisco Mateos.
José Paredes Jardiel.
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